La asimilación que hace el Occidente capitalista de la cultura oriental resulta siempre esperpéntica. Igual que el manga y la comida japonesa, el
haiku se ha puesto de moda y la banalidad reinante nos abruma haciéndonos creer que su característica definitoria es la brevedad, probablemente porque, en la ignorancia de su propia tradición, el gran público desconoce también las formas poéticas cortas como el epigrama, e incluso el éxito que tuvieron en su momento. De igual modo que sucede con los microrrelatos, en este mundo donde el número de escritores amenaza con superar pronto al de lectores,
muchos creen ser capaces de imitar el estilo de la poesía japonesa y proliferan los talleres que se dedican a enseñar la técnica de su escritura, pero lo único que sale de ellos son productos en serie prestos a ser absorbidos por el mercado de la vaciedad o la autoayuda. Esto no es problemático para el sentido instaurado por los
haikus. En verdad, ninguna otra forma poética puede competir con ellos, porque precisamente su mensaje enseña que
no hay que dejarse engañar por las apariencias. Nada es definitivo, ni siquiera ellos mismos. Todo es pura ficción.
Los
haikus nacieron en el siglo XVII de la mano de
Matsuo Basho, considerado hoy el más grande poeta japonés. Según declaró a sus discípulos, su objetivo nunca fue seguir el camino de los antiguos, aunque sí buscó lo mismo que ellos, es decir que continuó, pero también modificó, la tradición clásica. Hijo de un
samurái, cuyo anhelo era que su vástago hiciese carrera en el ejército, Basho se alistó trabajando probablemente en las cocinas, para terminar de paje al servicio de Yoshitada, heredero de una rica familia, sólo dos años mayor que él. En ese ambiente feudal, donde la poesía constituía un pasatiempo de corte, una diversión elegante, ambos se hicieron bardos e incluso estudiaron con Kitamura Kigin, poeta y crítico de la escuela de Teitoku.
El ejercicio lírico se había convertido a la sazón en un juego de sociedad, en el que intervenían varios individuos haciendo una creación colectiva y secuencial, de modo parecido a lo que mucho más tarde los surrealistas llamaron
el método del “cadáver exquisito”: alguien iniciaba la composición y, por turno, los demás la continuaban de una manera intuitiva, casi automática. Sólo que los japoneses no creían que el resultado poético careciese de sentido y respondiera a asociaciones inconscientes y, por tanto, meramente subjetivas. Más bien pensaban que el artista se dejaba guiar por la cosa misma, por el asunto del que estaban tratando, de modo que su poesía pretendía ser objetiva. Mucho más, cuanto que los autores podían quedar en el anonimato, absorbidos por el grupo. En el fondo, igual que había ocurrido en la Grecia arcaica, por debajo de estas consideraciones latía la idea de que el aedo realizaba
una actividad ritual. A estos poemas colectivos se los llamó “
haikai no renga“. Se componían de un número determinado de versos, con una métrica férrea y un cierto toque de humor, que a veces producía resultados tan delicados, frescos e imprevistos como éste:
El aguacero invernal
incapaz de esconder a la luna
la deja escaparse de su puño. (Tokuko)
Mientras camino sobre el hielo
piso relámpagos: la luz de mi linterna. (Jugo)
Al alba los cazadores
atan a sus flechas
blancas hojas de helechos. (Yasui)
Abriendo de par en par
la puerta norte del Palacio: ¡la Primavera! (Basho)
Entre los rastrillos
y el estiércol de los caballos
humea, cálido, el aire. (Kakei)
De la cadena de estos poemas comunitarios, Basho independizó la primera estrofa (
hokku) y así surgió el
haiku, constituido por tres versos de cinco, siete y cinco sílabas respectivamente. Este mero cambio estructural fue acompañado también de una importante transformación en el contenido. La nueva forma poética ya no manifestaba sin más lo cotidiano o intrascendente. Es cierto que mantenía la alusión a cosas simples y, sobre todo, una constante referencia a la naturaleza, fundada en
la simpatía con todo lo que existe, pero se había refinado, sufriendo una espiritualización, semejante a la operada por el propio poeta, quien abandonó las tareas mundanas para consagrarse al
budismo zen, a la vida ascética y la pobreza material. Por ser una construcción de gran sencillez y concentración verbal, el
haiku dejaba espacio a la contemplación extática. Se había vuelto poesía mística, un vehículo para meditar a la espera de la iluminación:
En la rama seca
un cuervo aguarda
otoño un amanecer.
Y cuando el alba se elevó tras su horizonte, a partir de aquel momento de profunda inspiración divina, Basho desplegó una sorprendente capacidad creadora, plasmada a través de seiscientos cincuenta haikus escritos en ocho años –mejor dicho, trazados con pincel en ideogramas japoneses–, junto a dibujos alusivos y otros textos en prosa, que a veces rodeaban a los pequeños poemas, como ocurre en sus diarios de viaje, por ejemplo, en Sendas de Oku. El esquema del verso triple le permitió expresar en toda su flexibilidad el principio que define al budismo zen, “su prédica de la conquista de la serenidad por medio de los contrarios“. Mientras la mística occidental plantea la unión con un dios personal, creador de una naturaleza caída, identificado con el absoluto bien y, como consecuencia, exige una purificación previa basada en el desprecio de lo material y la lucha activa frente al mal, es decir, una expurgación fundada en el combate contra las tentaciones y la mortificación de la carne, el zen, en cambio, reconoce la plena presencia de lo divino en el mundo, tanto en lo positivo como en lo negativo, de modo que no necesita lidiar contra lo diabólico, sino sólo buscar con humildad el desapego a lo material y la armonía de lo que parece opuesto. La meditación es el centro de toda la práctica de esta versión del budismo, que coloca el estudio de los textos sagrados en un lugar secundario y predica la iluminación repentina. Así, la enseñanza de los maestros consiste en enfrentar al discípulo a la paradoja, la aporía y el absurdo, por ejemplo, a través de los koans(breves frases carentes de sentido), que sirven para minar la lógica corriente y ayudarle a elevarse a un plano superior desde el cual adjudicar un nuevo significado a esa aparente contradicción. El más conocido de los haikus de Basho muestra con grandiosa maestría el proceso que realiza esta síntesis de los contrarios. Lo presentamos en una traducción muy libre de Octavio Paz y Eikichi Hayashiya, que procura recoger el valor simbólico del lenguaje. De hecho, la última palabra en japonés es una onomatopeya que imita el goteo o el sonido del agua cuando un objeto cae en ella, algo así como un “plop”:
Un viejo estanque:
salta una rana ¡zas!
chapaleteo.
En el primer verso se localiza el escenario en el que ha de desarrollarse la acción del poema. Se trata de un remanso de agua sin corrientes, un espacio inmóvil, de pleno sosiego, donde el tiempo finge haberse detenido como si fuera una imagen de lo eterno. De pronto, en el segundo verso irrumpe un personaje inesperado, una rana. Y con la súbita aparición, se disturba el reposo de la primera escena, se interrumpe la calma con ese nuevo elemento que simula ser aleatorio y se revelará como necesario, ya en el tercer verso, cuando el batracio regrese al ecosistema del que ha salido sólo por un momento. Ahora la rana se zambulle en el estanque y vuelve a incorporarse a su universo, mientras las ondas provocadas por la inmersión se disuelven en el agua y el movimiento se deshace en la quietud primera.
Tras la sencillez ingenua de las imágenes se agazapa la conciencia de una vida frágil y precaria, que sólo puede subsistir, no en oposición, sino integrada en la totalidad imperecedera. Dicho de otro modo, el tiempo es una falacia, porque lo eterno reside en cada instante. El pasado ya se fue y el futuro aún no es, sólo el presente del aquí y el ahora permanece, sustrayéndose de sí a cada paso, desvaneciéndose como una pura ilusión. De este modo, el verso final expresa la síntesis de los contrarios en un proceso dialéctico de subsunción, pero –lo que es mucho más decisivo– detiene la belleza imperfecta del instante mostrando que en esa originalidad irrepetible reside la perfección. Mientras la mística cristiana corresponde a un alma prendada de Dios, en la del budismo zen –por decirlo con palabras de
William Blake– es como si lo eterno se hubiese enamorado de las creaciones del tiempo.
El descubrimiento de la eternidad en el instante eleva lo sensible, lo dota de un halo divino y hace de su presencia algo siempre extraordinario. Esto permite su transfiguración estética a través de distintos recursos, como la celebración y la sorpresa ante lo singular e inimitable, el descenso hasta la nimiedad del detalle o el uso de metáforas inusitadas:
A caballo en el campo, Primera nieve: A una amapola
y de pronto, detente: las hojas del narciso deja sus alas una mariposa
¡el ruiseñor! casi curvadas. como recuerdo.
Y en este último caso, no debe haber equívoco: la asociación emerge de las cosas mismas y no de la visión del contemplador, ya que éste desaparece al fundirse con ellas. Toda metáfora reposa en la honda conexión que los objetos del universo mantienen entre sí por ser cada uno de ellos el reflejo de lo absoluto:
Se va la primavera, Este camino Hoy el rocío
quejas de pájaros, lágrimas nadie ya lo recorre, borrará lo escrito
en los ojos de los peces. salvo el crepúsculo. en mi sombrero.
Semejante vínculo hace también que en esta poesía prosperen las sinestesias y metonimias, que el silencio sea cristalino, el sonido horade la roca, los gritos se vistan de blanco o la luz y el sonido, pese a no compartir la misma naturaleza, se dejen absorber por lo oscuro:
Tregua de vidrio El mar ya oscuro Un relámpago
el son de la cigarra los gritos de los patos y el grito de la garza,
taladra las rocas. apenas blancos. hondo en lo oscuro.
Cuando el ego consigue sortear el reclamo de sus deseos y pensamientos, en la fugacidad del instante y por fusión con lo contemplado, se produce el Nirvana, porque sólo en el presente puede encontrarse la puerta hacia la infinitud:
Narciso y biombo: Luna montañesa,
uno al otro ilumina, también alumbras
blanco en lo blanco. al ladrón de flores.
Y en esa iluminación, al rasgarse lo finito y dejar traslucir lo eterno, se disipan las fronteras que desde dentro tabicaban la visión del mundo,
se difumina la dualidad y ya no queda contraste alguno sino la más completa transparencia. Sobran las palabras. Como enseñó el
Taoísmo, impera el vacío, la pura nada, el silencio que rehúsa ser nombrado. Así, puede decir el poeta que “la negación conduce al conocimiento”, libera del ayer, de los apegos y el pensar, en suma, de los espejismos que lastran nuestra permanente fluencia. En ese sentido,
vivir es deambular por un trayecto en el que debemos disfrutar cada uno de los paisajes, situaciones y compañeros que nos aparezcan, conscientes de que habremos de abandonar todas las posiciones alcanzadas. De hecho, Basho pasó la última década de su vida viajando a pie, en condiciones precarias y arrostrando los peligros por los caminos de aquel Japón, entonces tan inseguro. Como laico consagrado, “un murciélago, mezcla de ratón y cuervo”, componiendo poesía, mirando y admirando, sin perder nunca el humor:
Piojos, pulgas Carranca acerba:
y un caballo que orina su gaznate hidrópico
junto a mi almohada. la rata engaña.
Hasta comienzos del siglo XX, no se dejó sentir en Occidente el influjo de esta enigmática poesía mística. Se abrió paso gracias a los imagistas angloamericanos, como Thomas E. Hulme y Ezra Pound, a los surrealistas franceses, como Apollinaire o Paul Éluard, y al conservador Paul Claudel. Poco después, el poeta mexicano José Juan Tablada introdujo el
haiku en lengua española, al que llamó “poema sintético” y extendió su influencia de manera casi inmediata a la poesía latinoamericana. Entre los escritores más conocidos que cultivaron el
haiku se encuentran Jorge Carrera Andrade, Leopoldo Lugones,
Jorge Luis Borges, Álvaro Yunque, Mario Benedetti y Octavio Paz. Con cierto retraso, llegó a España, a través de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Federico García Lorca y Luis Cernuda.
(El vuelo de la lechuza)