Notas desde mi cabaña de monje
Traducción completa del Hōjōki, un texto japonés escrito en el año 1212 por Kamo No Chomei durante su retiro en su cabaña en el bosque, y que en español se ha titulado como “Notas desde mi cabaña de monje” o “Canto a la vida desde una choza”.
La corriente del río jamás se detiene, el agua fluye y nunca es la misma. Las burbujas que flotan en el remanso son ilusorias: se desvanecen, se rehacen y no duran mucho tiempo.
Cuando ves los tejados de las impresionantes casas en Heian-kyo [la actual Kyoto] compitiendo para sobresalir por encima de las otras -moradas de gente de alto o bajo status- parece como si fuesen a estar ahí durante generaciones, pero cuando indagas, descubres que muy pocas de ellas todavía sobreviven a tiempos pasados. Mientras algunas han sido reconstruidas tras arder el año anterior, otras han sido derruidas dando sitio a casas más pequeñas.
La vida de aquellos que habitan estas casas también ha cambiado. Puede que haya tanta gente como antes, pero en casas donde de joven conocía a veinte o treinta personas, hoy apenas reconozco a una o dos. Tal y como las burbujas de agua de los remansos del río, aquellos que mueren por la mañana son remplazados por los que nacen de noche.
Todavía no tengo claro a donde van o de donde vienen aquellos que nacen y mueren. Tampoco el porqué de tomarse tan arduas molestias en construir semejantes casas viviendo en un mundo tan efímero como éste, donde dueño y morada rivalizan en impermanencia. Ambos perecerán, recordándonos a las campanillas que florecen en el rocío de la mañana, pero que se marchitan cuando aparece el sol. Algunas pueden incluso marchitarse antes de que el rocío desaparezca, pero ni siquiera el rocío sobrevivirá al día.
Desde que llegué a la edad de comprender, han pasado cuarenta años en los que he visto demasiadas calamidades.
Creo que fue el 28 de Abril de 1177, a eso de las ocho de la tarde el viento soplaba fuertemente propagando hacia Noroeste el incendio que había comenzado en la parte Sudeste de la ciudad. Aquella noche ardió la puerta sur del Palacio, la Cámara del Estado, el Paraninfo de la Universidad y la Oficina del Interior. En tan sólo una noche, todo se redujo a cenizas.
He oído que el fuego comenzó en un chabola de Higuchitominokoji. Movido por el viento, fue arrasando poco a poco cada parte de la ciudad, extendiéndose cómo el desplegar de un abanico. Mientras las casas lejanas se ahogaban con el humo, las más céntricas eran devoradas por el remolino de fuego. El fuego se reflejaba en la inmensa nube de polvo que levantaba, coloreando el cielo nocturno de un rojo intenso, mientras que el viento hacía saltar las llamas muchos metros hacia arriba, las cuales seguían desplazándose.
Aquellos que se vieron acorralados por las llamas, perdieron toda esperanza. Algunos murieron ahogados por el humo, otros siendo pasto de las llamas. Los pocos que consiguieron escapar con vida, perdieron todas sus posesiones. Algunos de los grandes tesoros del palacio también fueron reducidos a cenizas. ¿Cuán grande fue el destrozo? Dieciséis edificios de la Corte Imperial ardieron, pero es imposible calcular la pérdida total. Quizá un tercio de la capital fue destruida por el fuego. Docenas de hombres y mujeres perecieron, y quién sabe cuantos caballos y ganado.
Sacrificar tanto dinero y energía para construir una casa es absurdo, pero aun más absurdo es hacerlo en un sitio tan peligroso como el centro de una capital.
Así mismo, en abril de 1180, un gran torbellino golpeó cerca de Naka-no-Mikado, al este del Palacio Imperial, trasladándose hasta el Sudeste de la Sexta Calle. Moviéndose violentamente por la ciudad, con una anchura de entre 300 y 400 yardas, el torbellino arrasó con cada casa que encontraba a su paso. Ninguna, sin importar su tamaño, quedó de pie. A veces quedaban como mucho sus pilares; otras veces no quedaba ningún rastro. Puertas y tejados fueron arrancados por el viento y movidos a gran distancia, tal y como si no hubiesen ofrecido ninguna resistencia en absoluto. Todas las vallas fueron también arrancadas, desapareciendo así las fronteras entre los vecinos. Muebles y utensilios volaron por el cielo, tal y como si se tratase de hojas movidas por el viento. Había tanto polvo en el aire que era mejor no abrir los ojos, y nada de lo que se dijera podía ser oído debido al enorme estruendo. Enseguida pensé que esto debía ser como el infierno. No sólo los edificios fueron destruidos, sino que muchas personas también resultaron malheridas tratado de salvar sus pertenencias. El viento continuó moviéndose luego a través de la parte central de la ciudad en dirección sur, donde siguió causando estragos.
Desde entonces, fuertes vientos se repiten constantemente, lo cual no sería raro de no ser por su tremenda fuerza. Algunos lo ven como un presagio budista.
De repente e inesperadamente, en junio del mismo año, la capital fue trasladada. He oído que Heian-Kyo ha sido la capital durante casi 400 años, desde el reinado del Emperador Saga. Es poco sabio trasladar una capital tan estable sin una razón especial, y de hecho esto causó mucha ansiedad y estrés entre sus habitantes.
Inútil fue protestar, pues todos se trasladaron, empezando por el emperador, sus ministros y otros nobles. Me pregunto si alguna de las altas personalidades quedó en la vieja capital. Por supuesto, todo aquel que quisiese una alta posición en el gobierno o promocionar en la corte, se trasladó sin demora alguna hacia la nueva capital, dejando atrás sólo a aquellos con poca esperanza de triunfar, o a aquellos a los que el futuro tenía poco que ofrecer. Pronto las más lujosas mansiones comenzaron a caer en ruina. Algunas fueron incluso destruidas, y algunas de sus piezas fueron a parar al río Yodo, y los lugares que hasta entonces habían ocupado se convirtieron en nuevos campo de labranza. La mentalidad de la gente cambió de manera rápida: de pronto un caballo con montura tenía más valor que un buey y una carreta. La tierra que se extendía hacia el mar en dirección Sur y Este era deseada, mientras nadie quería aquella que se extendía hacia Tohoku, en dirección Norte y Oeste.
Una vez visité la nueva capital, en el puerto de Setsu. Era obvio que el sitio elegido era muy estrecho, tanto que ni siquiera se podían trazar la calles de manera adecuada. En el Norte eran las montañas las que ponían cerco a la expansión de la ciudad, y en el Sur era el mar. Las olas producían un ruido estrepitoso durante todo el año, y el salado viento soplaba con especial fuerza. El Palacio Imperial se construyó en las Montañas, y los árboles que se usaron para su construcción se convirtieron en la nueva moda. Todo el mundo comentaba lo peculiar de su elegancia. Las casas eran reconstruidas a partir de las piezas de aquellas que eran tiradas al río. A pesar de que la tierra no ocupada todavía era abundante, pocas casas eran construidas. La antigua capital ya estaba en ruinas, y la nueva todavía no estaba establecida. Todos aquellos que venían se sentían a la deriva, tal y como las nubes. Los nativos se quejaban de haber perdido sus tierras, y los recién llegados sobre las dificultades para construir. La gente que veía en las calles, en vez de montar en un carro tirado por bueyes como deberían, montaban a caballo, y los que deberían haber vestido de manera elegante, parecían vestir como soldados provincianos. En estos tiempos, la gente se preguntaba si las maneras cortesanas se perderían por completo y si todo esto no era más que un presagio de otras grandes catástrofes por venir. Finalmente, después de tanta queja, en el invierno del mismo año el emperador retornó a Heian-Kyo. Sin embargo, por aquél entonces la mayoría de las mansiones ya habían sido derruidas, y dudo que luego se volvieran a construir tantas nuevas.
He oído que hace mucho tiempo, un virtuoso y sabio emperador gobernaba el país con consideración para con sus ciudadanos. Mantener uniformes los techos del Palacio no era la principal preocupación, y aquellos ciudadanos que menos tenían eran exentos de pagar tributos. El pueblo lo bendecía, pues el bienestar común era la meta de tal emperador. Así es como era, y si lo comparamos con el estado del pueblo hoy en día, ¿qué encontramos en común?
Si la memoria no me engaña, fue también en aquel periodo, bajo el reinado del emperador Yowa, que hubo una hambruna terrible que duró dos años. De primavera a verano hubo sequía, y en otoño e invierno tifones e inundaciones una tras de otra, de manera que los cultivos se echaron a perder por completo. Todo aquello que se intentara hacer para paliar tal situación, era esfuerzo en vano. Aunque prepararon las tierras en primavera y trasplantaron el arroz en verano, hubo falta de arroz en invierno.
En todas las provincias, los campesinos abandonaban la tierra y dejaban la región. Algunos se fueron a vivir a las montañas. En la Corte Imperial, muchas plegarias y ritos budistas fueron llevados a cabo, pero nada causó efecto. Heyan-Kyo dependía de los cultivos, y sin ellos la normalidad económica no podía ser mantenida. Dadas las condiciones, aquellos que poseían cierta riqueza intentaron venderla a cualquier precio, pero nadie quería comprar nada. Se convirtió en algo normal ver mendigos por las calles centrales de la capital, quejándose sobre su situación.
Después de tanto sufrimiento, la gente esperaba que el nuevo año sería más próspero, pero la miseria no hizo más que incrementarse, y además de la hambruna, enfermedades contagiosas se extendieron. Todos sufrían de malnutrición, e incluso se decía que la gente parecía como peces saltando cuando el agua se agota. La indigencia aumentaba, e incluso aquellos con elegantes vestimentas iban de casa en casa mendigando. Incluso llegué a ver a vagabundos de este tipo colapsar y morir en plena calle, mientras caminaban. Cada vez más cuerpos se amontonaban en las murallas al lado de los caminos. Dado que nadie intentaba siquiera mover de allí los cadáveres, el olor a putrefacción se extendió por todo Heian-Kyo, y la gente ni siquiera podía ya observar tal espectáculo. La ciudad estaba invadida por el olor, y las montañas de cuerpos se acumulaban a lo largo de la orilla del río Kamo, no habiendo ya sitio ni para el paso de caballos y carruajes. Los leñadores, exhaustos, eran incapaces de transportar la leña a la ciudad, y sin leña con la que alimentar el fuego, la gente usaba la madera con la que estaban construidas sus propias casas para poder calentarse. No era raro que se usasen para tal fin maderas finas saqueadas de algún templo, incluso figuras de Buda. En el mundo en que nací, tales cosas podían ocurrir.
Había también otras tantas cosas terribles, lamentables. Nadie estaba dispuesto a abandonar a su amada esposa o marido antes de que la muerte los separase. Cuando creían que su pareja estaba desfalleciendo, le cedían incluso su propia comida, siendo frecuente que los padres se sacrificasen por los hijos. Bebés todavía lactantes ignoraban que su madre ya había muerto. Había muchas situaciones como estas.
El monje Ryugyo, del Templo de Ninanji, sintiendo compasión por tantos que morían sin ser siquiera tenidos en cuenta, marcaba la sagrada letra budista A en la frente de cualquier moribundo que se encontrase, enlazando así su destino al de Buda. La primera estimaciones sobre la cantidad de muertos durante los dos meses de Abril y Mayo en la ciudad de Heian-kyo arrojó una cifra de más de 42.300 víctimas. Si contamos todos los que murieron antes y después, así como a aquellos que lo hicieron fuera de la ciudad, el número total excede con creces tal estimación. Y si tenemos en cuenta el resto de provincias, el número sería aun más sobrecogedor.
He oído que durante el tiempo del Emperador Sutoku hubo una situación parecida, pero no viví tal época. La miseria que vi con mis propios ojos en esta época ya es suficiente.
No mucho después, en 1185, hubo un violento terremoto que causó un daño terrible. Las montañas se derrumbaron, los rios se desbordaron, y las olas del mar inundaron la tierra. La tierra se abrió en dos y el agua brotó de ella. Las rocas de las montañas cayeron hasta llegar a los valles. Los barcos flotaban a la deriva en el mar, y los caballos eran incapaces de trotar por los caminos. En Heian-kyo, ni un sólo templo quedó en pie. Polvo y cenizas cubrieron el cielo. El sonido de los movimientos de la tierra, unido al que producían las casas al derrumbarse, retumbaba como los truenos. La gente que se encontraba dentro de las casas fallecían al instante, y aquellos que escapaban de ellas se tenían que enfrentar a los agujeros abiertos en la tierra. Sin poder volar, nadie podía escapar de tal desastre. Sólo hay que imaginarse su miseria. De entre todas las catástrofes, debemos concluir que la del terremoto es la peor.
Durante dicho terremoto, el hijo único de un samurai, de unos seis o siete años, se encontraba jugando inocentemente bajo el techo de una muralla de barro, construyendo una casa de juguete, cuando de repente la muralla colapsó y cayó enterrándolo. Fue tal la violencia del derrumbe, que su cadáver apenas podía se reconocido. Incluso sus globos oculares habían salido varios centímetros hacia afuera. Es imposible expresar en palabras cuan la pena que sentí al ver a su madre y a su padre, llorando y gritando a voz viva, sosteniendo su pequeño cadáver entre los brazos. Ver que ni siquiera tal bravo guerrero como lo era un samurai podía simular las lágrimas en sus ojos ni reprimir la agonía de ver morir a su niño, despertaba mi compasión.
Los temblores cesaron al poco tiempo, pero luego continuaron. Después del gran terremoto, hay entre veinte y treinta pequeños temblores al día. Con el paso de los días, el tiempo entre temblor y temblor se iba alargando, habiendo cuatro o cinco temblores diarios, luego dos o tres, luego cada par de días, etc.. así durante tres meses.
De entre los cuatro grandes elementos reconocidos por el budismo, tres -fuego, agua y aire- se asocian frecuentemente a desastres naturales, pero el elemento tierra es comúnmente asociado con la estabilidad. Creo que fue en la era de Saiko cuando hubo un terremoto tan severo que dañó el cuello del Gran Buda de Todaiji, haciendo incluso que su cabeza cayera. Aquellos que vivieron tal terremoto hablaban de él como si se tratase de uno de los peores males que pudiesen ocurrir. Pero los meses y los años pasaron, y poco a poco tal terremoto dejó de ser una preocupación, de manera que hoy en día es difícil encontrarse con alguien que todavía hable de él.
Normalmente, la gente responde ante tales desastres en función de su propia experiencia. Sólo le dan la importancia y consideración que se merecen cuando ellos o su entorno cercano han sido los afectados.
Aquellas personas de bajo estatus que se convierten en vecinos de algún hombre poderoso, incluso cuando tienen una causa para ser felices, no puede celebrar abiertamente ni su felicidad ni su pena, debiendo silenciar su lamentación y su llanto. Su conducta es controlada por la ansiedad, ya que en cualquier situación en la que se encuentren, se sienten tan vulnerables como un loro atrapado en el nido de un halcón. Los pobres que viven al lado de los ricos, tanto por la mañana como por la noche se sienten humillados por su propia apariencia miserable y por la aduladora condescendencia de su vecino. Los malos sentimientos invaden a la familia, pues mujer e hijos envidian a los sirvientes del vecino, los cuales miran con expresión altiva. Nunca podrán experimentar paz mental. Si el vecindario está abarrotado y la casa de al lado comienza a arder, no hay escapatoria posible ante el irremediable incendio. Si por el contrario se vive en las afueras de la ciudad, el problema es el ir y venir, además de la preocupación por ser atacado por los ladrones. La gente quiere poder y autoridad para que nadie los menosprecie, ni a ellos ni a sus familias. Pero los ricos tiene demasiadas preocupaciones, y los pobres demasiadas envidias. Si dependes otros en cualquier sentido, si no eres autosuficiente, entonces esos otros te poseen. Incluso cuando ayudas a un extraño, si sientes cualquier afinidad hacia tal persona, estás infringiendo la independencia de tu propio espíritu. Por una parte, es difícil mantener la independencia mientras se vive de acuerdo a las convenciones sociales, pero por la otra, si tales convenciones no se siguen, corres el riesgo de parecer un loco. Y no importa ni dónde viva ni lo que hagas, en este corto periodo de vida que te ha sido dado tu objetivo principal debería ser el alcanzar la paz mental, pero esto parece algo imposible para la mayoría de los humanos.
Esto ha sido un hecho en mi vida. Al principio, heredé la casa de mi abuela y viví allí durante mucho tiempo. El destino quiso que se rompiera la relación de parentesco, por lo que no pude seguir viviendo allí. Tenía treinta años cuando me construí una pequeña casa. Comparada con la anterior, esta tenía a penas una décima parte de su tamaño. No se trataba más que de mi refugio dónde dormir, y por tanto se construyó con la modestia que merecía. Aunque le añadí una muralla de barro, ni siquiera tenía puerta, y con soportes de bambú construí una cochera. Si nevaba o el viento soplaba, había problemas. Debido a que estaba al lado del canal del río Kamo, había un gran peligro de inundación, y además había muchos robos por la zona.
Era difícil encontrar un lugar donde vivir de manera satisfactoria, viéndome obligado a enfrentarme a los problemas mundanos durante treinta años. Durante tal periodo, mientras tropezaba de una situación a la otra, llegué a comprender que todo estaba en manos del destino. Por lo tanto, en la primavera del año en el que cumplí los cincuenta, abandoné la casa y busqué mi reclusión del mundo. Ya que no tenía ni mujer ni niños, ni rango ni oficio, ¿cuál era mi propósito en el mundo? No tenía más obligación que mí mismo, por lo que me sentía libre para irme de retiro monástico. A pesar de que no me sentía apegado a nada, había estado viviendo durante años en Ohara sin ningún objetivo.
Ahora tengo sesenta años, y cambiando de nuevo mi manera de vivir, he construido una casa en la que confío pasar mis últimos años. Tal y como un gusano de seda construye su capullo, la he diseñado como si fuese para un viajero que necesita cama y resguardo una sola noche. Esta casa, comparada con aquella otra que construí en mi treintena, no debe representar ni una centésima parte de su tamaño. Algunos no ven correcto esto que estoy haciendo de ir viviendo en casas cada vez más pequeñas mientras mis años aumentan. Comparado con las demás, esto ni siquiera parece una casa. Mide solo tres metros cuadrados, y la altura es de apenas dos metros. No la construí pensando en otras casas en las que he vivido a lo largo de mi vida. Armé los cimientos y construí un simple tejado uniendo maderas que colgaban de unos pasadores metálicos. Diseñándola de esta manera, si de repente el lugar donde se encontraba dejaba de agradarme, era fácil trasladarla a otro sitio. Está construida de manera que se pude desmontar fácilmente en piezas, y aparte de pagar el alquiler de dos carros, no se requiere ningún otro gasto para moverla de lugar.
De manera que me he retirado a vivir en las montañas Hino en esta cabaña de ermitaño de tres metros cuadrados. Afuera, en la parte Este, donde el tejado se extiende menos de un metro, hay suficiente espacio para encender un fuego con la leña que he conseguido reunir. En la parte Sur, extendí una alfombra de bambú. Dentro, en la parte Oeste, una estantería hecha para los ofrecimientos de agua a Buda. En la parte Norte, un retrato del Buda Amida y del Bodhisativa Fugen, y frente a ellos el Sutra de Kekyo. Dentro, en la parte este, una cama de helechos donde reposar de noche. En el Suroeste, un estante de bambú con tres cestas negras forradas de cuero donde guardo extractos de libros de poesía, música y sutras. Así es la humilde morada temporal de este ermitaño.
Afuera de la cabaña, hacia el sur, hay una especie de canal construido con piedras para acumular el agua. Y como estoy rodeado por el bosque, es fácil conseguir pequeñas ramas para encender fuego. El nombre del lugar es Toyama, y las plantas trepadoras apenas dejan transitar el camino hacia aquí. Aunque el valle esté repleto de árboles, hacia el Oeste está algo más claro, haciendo que las vistas sean las convenientes para un meditador silencioso. En primavera, el viento agita las flores, tantas floreciendo en el Oeste que parece como si el Buda Amida estuviera viniendo montado sobre nubes púrpuras. En verano puedo oír el canto del cuco, el cual me promete ser mi guía en la montaña camino hacia mi muerte. En otoño el sonido de la chicharra llena el oído, y cuándo lo oigo, no puedo evitar afligirme pensando en la transitoriedad de la vida en este mundo. En invierno contemplo emocionado cómo la nieve se amontona y luego se derrite, y lo comparo con los pecados de la gente que desaparecen mediante el arrepentimiento. Si recitar alguna oración supone un problema, o si no encuentro tiempo para leer los sutras, nadie hay aquí para acusarme de vago. No hay nadie que pueda interferir en mi voluntad. Y si no me impongo la regla del silencio como disciplina espiritual, tal y como es mi responsabilidad, vivir en soledad hace que sea difícil de todos modos el no cumplir con tal regla. Si en otras circunstancias no tuviese la fuerza de voluntad suficiente como para cumplir con los preceptos, me pregunto cómo iba a no cumplirlos en este entorno, en el que no me queda otra posibilidad que cumplirlos. Aun así, nunca rompo las reglas.
Por la mañana, veo a los botes ir y venir en la vecindad de Kanoya. Cuando veo que, después de que un bote pase, las blancas olas que produce desaparecen de manera inmediata, no puedo evitar ver reflejadas en ellas la transitoriedad de mi propia existencia, lo que me recuerda a la poesía del sacerdote Mansei. Por la tarde, con el viento agitando los árboles y el sonido que sus hojas producen, imito al Ministro Minamoto Tsunenobu tocando la biwa [instrumento musical]. Si después de todo esto me queda ánimo, intento habilidosamente combinar el sonido del koto [instrumento musical] con el de que el viento de otoño produce al soplar entre los pinos o en el valle. No soy demasiado habilidoso tocando estos instrumentos, pero como nadie puede oírme, tampoco es que me importe. Sólo, tocando mis instrumentos y candando para mí mismo y mi regocijo personal.
También hay una modesta choza al pie de la montaña, donde viven el guardabosques y un niño pequeño que a veces viene a visitarme . Cuando me aburro, el se convierte en mi acompañante de paseo. Tiene diez años y yo sesenta, pero ambos encontramos el mismo placer paseando. A veces recolectamos hierbas y bulbos, o vamos al arrozal al pié del monte y recogemos las espigas caídas, con las que tejemos diferentes figuras. Si el día es lo suficientemente luminoso, subimos a lo alto del monte a contemplar las vistas. Esta montaña es un buen lugar con muy buenas vistas, y dado que nadie posee dichas vistas, nadie puede impedirme disfrutar de ellas.
Cuando tengo ganas de seguir caminando, continuo y atravieso una serie de picos para ir a visitar el Templo de Iwama o el de Ishiyama. Otras veces cruzo el Awazu para ir a ver las ruinas de la cabaña donde vivió el viejo Semimaru, o curo el río Tanakami para visitar el tumba de Sara Maru Taiyu. En el camino de vuelta, dependiendo de la temporada, observo el paisaje y recolecto algunas frutas para comérmelas u darlas a Buda como ofrenda.
A veces por la noche, si me siento sólo, observo la luna desde la ventana de mi cabaña y pienso en los viejos amigos mientras las lágrimas brotan de mis ojos. Las luciérnagas que sobrevuelan en la pradera parecen fogatas en Maki no Shima. Al anochecer, me encanta escuchar como la lluvia golpea las hojas de los árboles. El canto de los pájaros me recuerda al niño que llama a su madre a o su padre. Y cuando veo que algún ciervo salvaje se aproxima sin miedo, recuerdo cuán separado he estado hasta entonces de la sociedad. O cuando, desvelado, enciendo de nuevo el fuego, lo hago como si se tratase de un viejo amigo. Esta montaña no tiene lugares que asusten, y la lechuza solitaria, más que sonara amenazante, suena encantadora. La escena de la montaña, yendo a través de los magníficos efectos de las cuatro estaciones, ofrece un cambio abundante que nunca colma tu interés. Cuando pienso en esto, creo que cualquier persona reflexiva o sabia encontraría la situación que he descrito de un incalculable valor.
Aunque cuando llegué aquí pensaba que viviría en este lugar durante un corto periodo de tiempo, han pasado ya cinco años. Me he acostumbrado a esta residencia temporal. Las hojas caídas se han amontonado en el tejado, y la verdina ha crecido en los cimientos. Naturalmente, de vez en cuando, oigo las novedades que vienen de Heian-kyo y cuánta gente de alto estatus ha fallecido desde que me retiré al bosque. No podría contar el número de personas de baja posición que han fallecido o cuyas casas han sido consumidas por el fuego. Pero yo no tengo ninguna preocupación por la seguridad de mi residencia temporal. Incluso si es pequeña, me ofrece un lugar donde dormir de noche y sentarme de día, no habiendo escasez de espacio para mi cuerpo. Me provee de un pequeño caparazón, tal y como la del cangrejo ermitaño. Y tal la águila pescadora, que vive lejos de los humanos por miedo. Así soy yo también, una mezcla entre cangrejo ermitaño y águila pescadora.
Si te sientes inseguro viviendo en la ciudad, deberías abandonar todo deseo mundano. Sólo la vida tranquila es importante y el buscar el placer dentro de sus privaciones. La personas ordinarias no pueden abandonar sus casas, pues creen que son necesarias para su preservar su seguridad y estabilidad. Muchos necesitan el tener un lugar para su mujer e hijos, para la estructura familiar, para sus amigos y conocidos. No construyen sus casas para sus propias necesidades, sino para las necesidades de otros. Pocos son los que carecen de la necesidad de tener una casa. Cuando me preguntaron el porque de vivir como vivo, respondí que dadas mis circunstancias, el no tener ni esposa ni hijos ni la necesidad de sirvientes, ¿para qué construir una casa más grande? ¿Con quién habría de compartirla?
Puede que sea importante para la gente que tiene amigos el tener una buena casa, y la gente superficial tiene muchos amigos. Pero no es necesario para la gente que tiene amistades o un carácter afable. Si eres de los que crees que en soledad encontrarás la dicha, lo mejor será que la música y los paisajes cambiantes del bosque sean tus amigos. Los sirvientes esperan grandes retribuciones, pero no promueven la paz ni la tranquilidad de la persona a la que sirven. Es por eso que yo vivo sin sirvientes. Me he convertido, por así decirlo, en mi propio sirviente. Incluso si es fatigoso tener que hacerlo todo por ti mismo, es preferible esta fatiga a usar la fatiga de otras personas en tu beneficio. Si tengo algo que hacer, uso mi propio cuerpo. Si tengo que caminar, uso mis propias piernas. Incluso teniendo un sólo cuerpo, el trabajo siempre puede ser realizado entre dos, pues tenemos dos piernas y dos brazos. Con mis manos como sirvientes y mis piernas como vehículo, soy autosuficiente. Y como soy consciente de mi cuerpo y de sus sensaciones, sé perfectamente cuando tengo que descansar y cuando no. Si me siento cansado, descanso. Y, de hecho, este continuo movimiento y esfuerzo es sano, pues te mantiene delgado y en buena salud. ¿Para qué usar entonces la energía y fuerza de otras personas, si usara la tuya propia es algo tan beneficioso?
La vestimenta y el alimento tampoco suponen un gran problema, pues el bosque me suministra todo lo necesario para comer y tejer mis propias prendas. Además, desde que vivo en aislamiento, la apariencia de mi vestimenta no me preocupa en absoluto. Respecto a la comida, aunque mi dieta pueda parecer lamentable, todo lo que como lo he recolectado con mis propias manos y doy gracias al cielo por ella. Todo esto me conduce a la felicidad, a una vida llena de riquezas en comparación con mi vida anterior.
Desde que comencé mi retiro, el miedo y el resentimiento hacia los otros ha desaparecido. Ya que la vida se somete sólo al control del cielo, no me importa si vivo mucho o poco. No me preocupa la muerte temprana, pues me siento como una nube flota sin queja. La felicidad de mi vida se resume en una tranquila siesta, y en la esperanza de ver la belleza de las cuatro estaciones en el bosque.
En general, el pasado, presente y futuro de la historia de los seres humanos es tan solo un producto de la mente. Sin paz mental, cualquier posesión carece de sentido. Ahora moro en mi tranquila residencia. Es sólo una cabaña de tres metros, pero la amo. Cuando voy a la capital a por alguna cosa, puede que me sienta avergonzado de mi apariencia de mendigo, pero cuando retorno siento pena por la gente que veo allí, tan inmersos y preocupados con sus riquezas y sus honores, tan atareados. Si tienes dudas sobre lo que hablo, piensa en los peces y en los pájaros: los peces siempre están en el agua, y aun así no se cansan de ella. Aunque si no eres un pez, probablemente no lo entiendas; los pájaros, por su parte, anhelan vivir en el bosque. Aunque si no eres un pájaro, probablemente tampoco entiendas sus motivos. Mis sentimientos hacia mi tranquila residencia suponen lo mismo. ¿Quién puede entenderlo si nunca lo ha probado?
Mi vida, tal y como la luna menguante, está a punto de acabar. Los días restantes son pocos. Los actos de mi vida entera pueden ser criticados. Una enseñanza budista importante es la de no apegarse a nada en este mundo, y es ahora cuando comprendo que es un crimen amar tanto este retiro. Me he empeñado en vivir aquí de manera silenciosa, lo que quizá también pueda haberse convertido un obstáculo para mi liberación. ¿Por qué estoy perdiendo el tiempo hablando sobre ésta inútil felicidad con tan poco tiempo restante? Esto no es lo que se debe hacer.
Reflexionando sobre esto durante una tranquila noche, intento encontrar respuestas a mis propias preguntas: “Chomey, intentar escapar del mundo yéndote a las montañas y ordenar tu desordenado corazón es parte de la práctica budista. Y aun así, mientras intentas convertirte en un monje puro, tu corazón sigue tentado por las impurezas. Incluso aunque lo hayas intentado, incluso aunque se te conceda el beneficio de la duda, no has conseguido perfeccionar tu práctica. Y si lo has hecho, en todo caso se trata de pura casualidad. ¿No te preocupa el castigo que tu karma te pueda por esto infringir? ¿O no te habrás vuelto acaso un loco entre tanta soledad?” Cuando me examino de esta manera, mi corazón no encuentra ninguna respuesta. Queda solo un camino: hago uso de mi lengua y canto un par de oraciones más mientras espero la venida del Buda Amida. Eso es todo.
Escribo esta carta en el año 1212, finales de marzo. Me he convertido en un monje y sigo en mi cabaña en el monte Toyama.
@ElBudaCurioso
(Fuente: https://elbudacurioso.wordpress.com/2014/06/27/notas-desde-mi-cabana-de-monje/)
Primavera, verano, otoño, invierno y... primavera
(Bom yeoreum gaeul gyeoul geurigo bom, Ki-duk Kim, 2oo3)
"Primavera, verano..." es una de esas películas en las que lo verdaderamente importante es el respeto hacia la naturaleza y la fusión entre ésta y el ser humano. La película se centra en la vida de un joven monje tibetano que debe aprender de su maestro a vivir como tal y siempre en armonía con lo que le rodea. El paso de las estaciones marca el paso de la vida y los cambios que se producen en ella. La arquitectura se reduce a la mínima expresión, mediante una pequeña cabaña-templo de madera que flota en medio de un gran lago, de forma que la única manera de acceder a ella sea a nado o mediante una barca en las estaciones cálidas, y a pie en invierno a través del hielo.
La pequeña cabaña parece ser el único elemento inmune al paso del tiempo, mientras que los monjes envejecen con cada nueva estación. En primavera podemos ver al joven monje y su forma de descubrir lo que le rodea. En verano, el joven monje está en la pubertad y empieza a tener sentimientos hacia una chica. En otoño, el monje, ya de 30 años, vuelve al templo tras vivir una larga temporada en la sociedad contemporánea, la cual le ha corrompido como persona. En invierno, el monje, ya una persona madura, está preparado para llevar la vida de su maestro.
(http://bricksandfilms.blogspot.com.es/2010_10_01_archive.html)