Jean-Jacques Rousseau caminaba para pensar, según afirmó; Friedrich Nietzsche lo hacía por las montañas y para poder escribir; Martin Heidegger paseaba por la Selva Negra para experimentar el “ser” de una forma más auténtica que lo que permitía la vida en sociedad (y también para recoger setas); Immanuel Kant atravesaba Königsberg (la actual Kaliningrado) siempre a las cinco de la tarde, solo, respirando profundamente por la nariz (consideraba que hacerlo por la boca al aire libre podía dañar la salud), siempre por las mismas calles y vestido exactamente igual que el día anterior. Robert Louis Stevenson, Walt Whitman, William Wordsworth, Ezra Pound, Jack Kerouac, Patrick Leigh Fermor, Bruce Chatwin, Régis Debray, Gary Snyder, Patti Smith y Sophie Calle fueron o son grandes caminantes (y escribieron sobre ello), y algunos de los textos fundamentales de varias culturas (el Poema de Gilgamesh, el Mahabharata, el Pentateuco) narran largos trayectos a pie. “Puedes ir caminando a todos los sitios si tienes el tiempo suficiente”, escribió Stephen Wright.unos sostienen que no conquistamos la naturaleza humana poniéndonos de pie sino dando el (consiguiente) primer paso; sin embargo (y a pesar de los filósofos peripatéticos, de los legionarios romanos y sus carreteras y de los peregrinajes medievales), fue algo después cuando se produjeron las primeras reflexiones sobre el acto de caminar y la condición de quien lo lleva a cabo: sobre ambas cosas escribió Walter Benjamin, quien revisitó la obra de Charles Baudelaire para dar cuenta de la forma específica de habitar las ciudades que habría inaugurado el flâneurparisiense, cuyos contornos fueron trazados, además de por Baudelaire (en El pintor de la vida moderna, Taurus, 2013), por Honoré de Balzac, Anaïs Bazin (que lo denominó “el verdadero soberano de París”), Victor Fournel y Louis Huart (en Fisiología del flâneur, Gallo Nero, 2018). El flâneur es parte de la multitud pero se distancia de ella; disfruta del espectáculo de la ciudad y es crítico con él; observa lo que sucede a su alrededor pero también vuelca su mirada sobre sí mismo; acepta y al mismo tiempo se rebela ante el hecho de que su subjetividad está constituida por una vida urbana con la que tiene una relación compleja.
La popularización del automóvil, la proyección de ciudades sin espacio para la vida urbana y, más recientemente, los sistemas de navegación que imposibilitan perderse en la ciudad, han instrumentalizado la práctica del paseo
Nadie escribió mejor sobre el flâneur que Robert Walser, cuyo El paseo (Siruela, 2014) es uno de los textos fundamentales de esta tradición; al igual que Benjamin, Walser fue un caminante regular y excesivo, como recuerdan Jürg Amann en su Biografía literaria (Siruela, 2010) y W. G. Sebald en El paseante solitario (Siruela, 2007). Sebald fue además uno de los continuadores más sólidos de la literatura del flâneur en libros como el deslumbrante Los anillos de Saturno (Anagrama, 2012), cuyo lugar en el canon de esa literatura está asegurado junto a La canción de amor de J. Alfred Prufrock, de T. S. Eliot (en La tierra baldía, Lumen, 2015); el bello ensayo de Henry David Thoreau Caminar (Árdora, 2017); La señora Dalloway, de Virginia Woolf (Alianza, 2017), la documentación de las derivas situacionistas y algunos libros del argentino Sergio Chejfec como Mis dos mundos (Candaya, 2008). Walser, por cierto, murió el día de Navidad de 1956 en las afueras del hospital psiquiátrico de Herisau (Suiza), donde había pasado los últimos 23 años de su vida, durante una de sus caminatas, sobre la nieve.
La literatura tiene una relación compleja con las prácticas sociales, a las que a menudo ofrece una cierta resistencia; la popularización del automóvil a partir de la segunda mitad del siglo XX, la proyección de ciudades sin espacio para la vida urbana y, más recientemente, la incorporación de los sistemas de navegación a los teléfonos (que en la práctica imposibilitan el perderse en la ciudad), por no mencionar la dificultad de caminar en las principales ciudades europeas debido a la escasez de áreas peatonales y el exceso de personas y vehículos, han instrumentalizado la práctica al tiempo que suscitaban la emergencia de una literatura que la reivindica. Mientras ensayos como Salvaje,de Cheryl Strayed (Roca, 2013); Una temporada en Tinker Creek, de Annie Dillard (Errata Naturae, 2017), y Las viejas sendas, de Robert Macfarlane (Pre-Textos, 2017), abordan la experiencia de caminar en la naturaleza, libros como On Foot: A History of Walking, de Joseph Amato (2004); The Lost Art of Walking: The History, Science, and Literature of Pedestrianism, de Geoff Nicholson (2009); The Art of Wandering: The Writer as Walker, de Merlin Coverley (2012), y On Looking: A Walker’s Guide to the Art of Observation, de Alexandra Horowitz (2014), revisitan la práctica de caminar en las ciudades y apuestan por su recuperación. También lo hacen Elogio del caminar, de David Le Breton (Siruela, 2011); El dilema de Proust o El paseo de los sabios, de Javier Mina (Berenice, 2014); Andar, una filosofía, de Frédéric Gros (Taurus, 2014); Caminantes, de Edgardo Scott (Godot, 2017); el volumen colectivo La Errabunda (Primer tratado ibérico de deambulología heterodoxa) (Lindo & Espinosa, 2018), o Wanderlust: Una historia del caminar, de Rebecca Solnit (Capitán Swing, 2014). Se trata de visiones singularmente distintas a las propuestas por dos extraordinarias obras de ficción recientes cuyos personajes caminan, La carretera, de Cormac McCarthy (Literatura Random House, 2007), y Algo, ahí fuera, de Bruno Arpaia (Alianza, 2017), cuyo protagonista atraviesa una Europa desertificada por el cambio climático para intentar solicitar asilo en los países escandinavos.
Sin embargo, si algo está cambiando nuestra perspectiva sobre la relación entre caminar y habitar el mundo, esto son los libros que en los últimos tiempos, y a partir de ensayos clásicos como The Invisible Flâneuse. Women and the Literature of Modernity, de Janet Wolff (1985); Walking the Victorian Streets. Women, Representation, and the City, de Deborah Nord (1995), o The Sphinx in the City: Urban Life, the Control of Disorder and Women (1992) y The Invisible Flâneur(1995), ambos de Elizabeth Wilson, revisitan la figura de la mujer flâneur (o Flâneuse, como la llama Lauren Elkin; Malpaso, 2017) para contribuir a una historia de los vínculos entre el sujeto y la ciudad que (por fin) no haya sido escrita sólo por los hombres. Que ninguno de los ensayos arriba mencionados haya sido traducido al español pone de manifiesto lo mucho que queda por hacer en este sentido: alguien debería dar, una vez más, el primer paso. ©
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