El aroma del tiempo,
Javier Benítez
Quizás, sería importante comenzar con una breve puntualización sobre el orden que este libro sobre el “aroma” ocupa en lo que llamo “Saga de la sociedad positiva”. En España ha sido publicado por Herder en 2015, el sexto de esta serie de libros que ve la luz aquí. Y en Alemania, por transcript Verlag, en 2012 (aunque el original data de 2009). Estamos ante un texto-precuela de la saga si nos guiamos por lo estrictamente temporal, pero que si se lee en último lugar no chirría en absoluto, puesto que se puede insertar perfectamente en la temática general.
Es claro que Byung-Chul Hanes un éxito editorial sin paliativos y que los editores se han lanzando a publicar todos los trabajos que el filósofo de Berlín escribió antes de la saga a sabiendas de la buena acogida que tendría entre el público. La edición alemana de este Duft der Zeit (El aroma del tiempo), consultada en diciembre de 2018, va ya por su duodécima salida. Si se me permite una broma, diré que mientras sus críticos se ponen de todos los colores, sus editores están felices y contentos.
Una vez más, con la obra de Han nos encontramos con un diagnóstico del mundo actual. Y las noticias para el paciente, de nuevo, no son halagüeñas. De modo muy general este texto trata de responder a una cuestión: ¿cómo percibimos el tiempo en nuestro mundo actual? La respuesta común es que vivimos acelerados. Y Han trata en buena parte del ensayo de corregir esta percepción. La aceleración no es lo que desorienta, es la pérdida de sentido. No vivimos acelerados, vivimos en un tiempo fragmentado.
La velocidad a la que se mueve el tiempo en la vida diaria nos tiene confundidos. Los más despiertos rumian en su interior una idea clara: vivimos en una espiral creciente que nos presiona, que nos irrita, que nos agota. Muchos tenemos la sensación de que existimos dando tumbos, que los acontecimientos nos atropellan, que todo parece ser efímero y fugaz. La vida gana aceleración pero pierde duración. Tenemos la sensación de que todo se termina antes de lo que debería. Somos los pasajeros de un tren de alta velocidad que cada vez corre más rápido; la generalidad del pasaje se maravilla de la aceleración mientras unos pocos no terminan de ver con buenos ojos el cariz que toma todo aquello.
Una lectura apresurada de nuestra época concluye que ésta cursa a una velocidad desmesurada. Y que la solución, claro está, sería pisar el pedal del freno. Han no lo entiende así. Desacelerar no basta porque esta crisis no está provocada por la aceleración. El problema auténtico está en la ausencia de sostén del tiempo. El tiempo se mueve sin sentido, por eso Han –de un modo poético– dice que el tiempo no tiene aroma. Sin rumbo ni trayectoria los acontecimientos son fragmentos deslavazados.
Las cosas se aceleran porque no tienen ningún sostén, porque no hay nada que las ate a una trayectoriaestable (p. 43).
La falta de tensión, de gravedad, de continuidad provoca la atomización del tiempo. La pérdida de sostén del tiempo es el argumento clave, y más complicado, de Han en este libro. El hilo de la narración de la historia es lo que se ha perdido. Y ese hilo narrativo era lo que daba sentido a la existencia social. Sin ese hilo conductor, la Historia deja de serlo y se convierte en un inmenso amasijo de fragmentos inconexos unos junto a los otros. El fin de la Historia como la conocemos da paso a la enumeración exhaustiva de acontecimientos y situaciones. Y, para nuestra desgracia, enumerar no es narrar. La pérdida de sentido está provocada por la primacía de un tipo muy determinado de acción, de la actividad instrumental y productiva, de la absolutización del trabajo. En esta época, al absolutizar el trabajo se le está glorificando. Poder, economía y redención están entrelazados. El trabajo como totalización es un fenómeno religioso. Al hacer del trabajo el todo se anula cualquier otra forma de vida. Todo lo que no sea un acto o una actividad queda expulsado del mundo. El triste y célebre dictum germano –Arbeit macht frei– se equivoca. Dice Han:
El trabajo no hace libre. El dispositivo del trabajo crea una nueva servidumbre (p. 140).
No esperen de Han, nunca, que escriba un libro de autoayuda donde desgrane prolijamente lo que el individuo ha de hacer con su vida. Han es un filósofo que proporciona ciertas claves y que nos orienta, no es un gurú que le dice a lector la posología de actuación. El profesor de Berlín no trata de resolver el problema de la velocidad sino el del sostén del tiempo. Lo suyo sería devolver a la Historia el sentido, la trayectoria, el hilo narrativo que engarce los fragmentos y le devuelva la tensión.
El tiempo comienza a tener aroma cuando adquiere una duración, cuando cobra una tensión narrativa o una tensión profunda, cuando gana en profundidad y amplitud, en espacio. El tiempo pierde el aroma cuando se despoja de cualquier estructura de sentido, de profundidad, cuando se atomiza o se aplana, se enflaquece o se acorta. Si se desprende totalmente del anclaje que le hace de sostén y de guía, queda abandonado. En cuanto pierde su soporte, se precipita (p. 38).
El hilo se recupera con la vida contemplativa, con la demora, con el no-hacer. Han diagnostica enfermedades y procura remedios sencillos y poco aparatosos, en dosis pequeñas, como esos antiguos relojes chinos de incienso y el amor por la literatura. Pone como cierto ejemplo la concepción vital de Heideggertras la Kehre. Al final de su vida, Heidegger invoca un mundo arcaico y premoderno donde predomina el sosiego, la cordialidad, de renuncia ascética, de simplicidad espartana, y de una reflexión que tenga “mirada de largo alcance”.
La vida activa ha de integrar dentro de sí la vida contemplativa. Haríamos bien en darle duración a los acontecimientos que vivimos, de ese modo daríamos aroma al tiempo, a la vida.
Sólo cuando uno se detiene a contemplar, desde el recogimiento estético, las cosas revelan su belleza, su esencia aromática (p. 75)
La demora contemplativa concede tiempo. Da amplitud al Ser, que es algo más que estar activo. La vida gana tiempo y espacio, duración y amplitud, cuando recupera la capacidad contemplativa (p. 162) .