El tema central de este Blog es LA FILOSOFÍA DE LA CABAÑA y/o EL REGRESO A LA NATURALEZA o sobre la construcción de un "paradiso perduto" y encontrar un lugar en él. La experiencia de la quietud silenciosa en la contemplación y la conexión entre el corazón y la tierra. La cabaña como objeto y método de pensamiento. Una cabaña para aprender a vivir de nuevo, y como ejemplo de que otras maneras de vivir son posibles sobre la tierra.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Cabañas para pensar

Los espacios de creación

Álvaro Colomer
17/07/2008 - Leyendas literarias. LAVANGUARDIA.ES














Portada de "La cabaña de Heidegger. Un espacio para pensar"
Imágenes extraídas de 'La cabaña de Heidegger'











Se acaba de publicar 'La cabaña de Heidegger' (GG , 2008), del arquitecto Adam Sharr, un libro que recoge, además de reflexiones sobre la relación entre el pensador alemán y su espacio de trabajo, algunas fotografías del filósofo en el refugio que hubo de construirse en 1922, en la ladera del pueblo de Todtnauberg, en la parte meridional de la Selva Negra, a una altura de 1.150 metros. Heidegger creó gran parte de su obra, sin excepción de su famoso "El ser y el tiempo", en esa casita de esquiador, revestida de escamas de madera, con tan sólo tres habitaciones (cuarto de estar, dormitorio y estudio) y apenas una superficie de 6x7 metros. Pero estas incomodidades no impidieron que, como aseguró el filósofo en un artículo titulado 'Paisaje creador: ¿por qué permanecemos en provincia?' , ese lugar se convirtiera en su auténtico, genuino 'mundo de trabajo'. De hecho, fueron precisamente esas estrecheces las que propiciaron la profundidad de su obra.

Y es que decía Heidegger que esa cabaña le permitía sentir los movimientos y la dureza de la Naturaleza en todo su esplendor, cosa que le ayudaba a reflexionar sobre la esencia del Ser y, más importante, sobre la relación de ese mismo Ser con el mundo que le rodea. Miraba el filósofo por un ventanuco que tenía en la habitación donde trabajaba, y veía la Naturaleza manifestándose por doquier, paisaje éste que el intelectual asemejaba con la creación literaria y la reflexión filosófica. La presencia de las montañas, los cambios de las estaciones, la crudeza de la vida rural, la batalla de los animales por alimentarse y tantas otras cosas que desde allí contemplaba servían a Heidegger para explorar la existencia del ser humano. Y cuando el paisaje no le inspiraba, el pensador se arremangaba y bajaba al pueblo para ayudar a los aldeanos con las tareas de la comunidad. En otras ocasiones, simplemente paseaba. Echaba a andar por los senderos de la Selva Negra del mismo modo en que estiraba también las piernas Robert Walter cuando, encerrado en esa otra cabaña llamada manicomio, se alejaba de los otros pacientes para pederse por las veredas que rodeaban la ciudad suiza de Herisau.

La relación de los escritores, filósofos y demás intelectuales con sus espacios de creación siempre ha fascinado a los estudiosos de la literatura, principalmente porque ese vínculo invita a sospechar que el lugar donde se escribe una obra influye, de un modo absolutamente misterioso, en el ritmo, la estructura y el contenido de dicha obra. En este sentido, no han sido pocos los autores que se han apartado de las ciudades o, si se prefiere, se han acercado a los bosques, para escribir en soledad. Desde la cabaña del poeta japonés del siglo XVII Matsuo Basho, hasta la Torre de Tubinga de Hölderlin, la historia del pensamiento abunda en refugios de toda índole, como la Garthenhaus de Goethe en Weimar, el balneario de montaña de Nietzche en Sils María (Alpes Suizos), el refugio de Thoreau en Walden Pond (Estados Unidos), la cabaña de Wittgenstein en Skjolden (Noruega), la Torre de Bollingen de Jung en el lago de Zúrich… Probablemente estos pensadores buscaron su escondite cerca de la Naturaleza porque, como apunta Adam Sharr en 'La cabaña de Heidegger. Un espacio para pensar', consideraban que 'la filosofía no era una actividad arcana y libresca, sino una vida vivida a través de la indagación' o, dicho de otro modo, porque tanto Heidegger como sus correligionarios sabían que la existencia en la montaña era una 'confrontación heroica con la existencia'. Eso sin olvidar que la cabaña de Heidegger representaba la honestidad, frente a la vida engañosa de la ciudad. Y tal vez fuera por esta necesidad de alejarse del mundo por lo que hoy tenemos tantas fotografías donde el autor de 'El ser y el tiempo' da la espalda a la cámara, en una actitud de lo más desdeñosa para quienes, todavía hoy, tratan de desentrañar el auténtico, profundo significado de su obra.


LA CABAÑA

Mi mejor obsesión es la mejor descripción de mí mismo. No hay nada que merezca mi atención ahí afuera. No debo permanecer aquí por más tiempo. ¿Pero cómo se construye uno a sí mismo, cómo construye su cabaña, lejos del mundo, a una distancia infinita de las construcciones que le rodean? Mis mejores amigos odian, con razón, la ciudad en la que vivo. La ciudad en la que vivo da forma, a su vez, a mis mejores amigos. Cuando cierro los ojos, en el límite real de la locura, imagino, entre fantasmas, el mítico lugar de mi retiro. Al final de la escapada, pienso, aún puedo encontrarme a mí mismo. Esa es mi única conformidad moral con el mundo y con la vida; ese es mi sueño. Esta es la única posibilidad verdadera de continuar con vida.

Y no estoy exagerando. La arquitectura es la metáfora del seno materno que obliga a la única actividad posible, el pensamiento, en el interior apacible de un organismo, el hogar o la vivienda, que ahora carece de sentido. La poesía descansa en el lenguaje filosófico como un animal acosado, cansado, herido, que ha conseguido escapar al depredador que acechaba en la espesura del bosque, que todavía siente en el corazón los latidos entrecortados del miedo, que aún se reconoce entre las sombras, como otra sombra, y que aún parpadea, nervioso, inocente, como sólo lo hacen las víctimas.

“Sabes lo que has de hacer para vivir feliz –escribió Wittgenstein antes de habitar en su cabaña-, ¿por qué no lo haces? Porque eres irrazonable. Una vida mala es una vida irrazonable. Lo que importa es no enfadarse”. Cuando por fin Wittgenstein construye su cabaña lo hace a la mayor distancia posible de cualquier sitio. La cabaña, en Skjolden, Noruega, es un fiordo ético que se protege de lo extraño en la actividad incesante de un pensamiento en marcha. Como lugar del pensamiento, la casa –afirma la arquitecta japonesa Kazuyo Sejima-, es un refugio para la mente. Pero, también, aquello que decide Wittgenstein en el alejamiento y la soledad del refugio es la distancia perfecta que le permite pensar por encima de todas las cosas. “La genialidad y la soledad requerida –escribió Weininger- son un deber moral”. Lo demás, la acumulación de los gestos y los rostros que no deberán acompañarnos en nuestro viaje hasta el pensamiento. La salud mental resistirá a salvo (aunque algunos opinen lo contrario). Y los hombres lejos, muy lejos, en la maldición interior de otro organismo. No hay artificio posible en la cabaña que piensa. Sólo aversión decidida, insolente, independiente, obstinada, y una figura magnífica que se refleja impasible en la lucha potencial con el lenguaje. Al parecer, también Nietzsche llegó a plantearse construir una cabaña en Sils-María, en las laderas del Engandina, donde veraneaba. ¿De qué material incendiario hubiera levantado la construcción elemental de esa potencia? Gastón Bachelard entendió a la perfección las virtudes esenciales de esta metáfora: “La cabaña no puede recibir ninguna riqueza del mundo. Tiene una felicidad intensa de pobreza. La cabaña es una gloria de pobreza. De despojo en despojo, nos da acceso a lo absoluto del refugio”.




Huyendo de la callada “desesperación de los mortales”, dispuesto a afrontar los “hechos esenciales de la vida”, Henry David Thoreau construyó, en Walden Pond, no lejos de Concord, Massachusetts, el santuario del trascendentalismo americano. La experiencia de Thoreau, su escritura, se desplegó en contacto y en unión permanente con los objetos cotidianos que le rodeaban y en enlace constante con la magia desbordante de la naturaleza en la forjó su espíritu. De un objeto ordinario a una poesía; de una joya, natural, hasta otra joya. Lejos quedaban también los hombres y lejos quedaba el origen. Los murciélagos amigos, como todas las noches, estaban activos. Y había que pensar en lo importante. Y lo importante, en la cabaña, era el lenguaje del hombre solitario, del hombre sumido en su pensamiento, del hombre que se sabe con él y a solas: “Dame la vida oscura, la cabaña del pobre y humilde, los trabajos mundanos, los campos estériles, el más pequeño residuo de todas las cosas debido a la percepción poética. Dame tan sólo los ojos para ver las cosas que tú posees”.

Mi mejor obsesión es la mejor descripción de mí mismo. No hay nada que merezca mi atención ahí afuera. No debo permanecer aquí por más tiempo. Debo marchar y construir mi cabaña.

Adam Sharr, arquitecto y profesor titular en la Welsh School of Architecture de la Universidad de Cardiff, acaba de publicar La cabaña de Heidegger, un espacio para pensar. Desde el verano de 1922, se cuenta en el libro, el filósofo Martin Heidegger comenzó a habitar una pequeña cabaña en las montañas de la Selva Negra, al sur de Alemania. A lo largo de los años, Heidegger trabajó desde esa cabaña en muchos de sus más famosos escritos, desde sus primeras conferencias hasta sus últimos y enigmáticos textos. Como en los casos anteriores, sólo el pensar era posible desde el humilde refugio. Y sólo en él era posible aprehender el enigma del ser y del tiempo, observar con atención los objetos, acariciar los intersticios del espacio, abrazar la soledad y el destierro. La soledad, porque sólo en soledad puede uno desentrañar un alma. Y el destierro, porque la tierra, el mundo, en la cabaña, alrededor de la cabaña, ya no es la tierra. Escribió Heidegger en De la experiencia del pensar: “Cuando la veleta ante la ventana de la cabaña canta con la tempestad que se alza… Si el temple del pensar brota de la exigencia del ser, crece el lenguaje del destino. Apenas tenemos una cosa ante los ojos, y en el corazón la escucho vuelta hacia la palabra, se cumple felizmente el pensar”. “Cuando el viento, saltando brusco, gruñe entre la armazón de la cabaña, ya el día se pone esquivo… Tres peligros rondan al pensar. El peligro bueno, es decir, salvador, es la vecindad del poeta cantor. El peligro perverso, es decir, más agudo, es el propio pensar. El peligro malo, es decir, equívoco, es el filosofar”. Y aún más: “Cuando en las noches de invierno tempestades de nieve sacuden la cabaña, y una mañana el paisaje ha enmudecido en lo blanco… El decirse del pensar reposaría. Sólo en su esencia si se hiciera impotente para decir lo que debe quedar callado. Tal impotencia pondría al pensamiento ante la cosa. Nunca, en ninguna lengua, lo pronunciado es lo dicho. Que a cada vez y de repente haya un pensamiento, ¿qué asombro querría sondearlo?”.

Asombra todavía que, desde la cabaña, el hombre se haga preguntas. Cada emoción callada surge de la impresión sensible o de la visión hermética de un universo único. Cada razón luminosa es la prueba evidente de un corazón alerta. “En la cabaña /escrita en el libro /¿qué nombres anotó antes del mío? /En este libro /la línea de una esperanza, hoy, /en una palabra que adviene /de alguien que piensa /en el corazón”, escribió Paul Celan en su poema Todtnauberg. A Todtnauberg, la cabaña (Hütte) de Heidegger, se llega por un camino circular, laberíntico, que no conduce directamente a la cabaña. Hay que tomar un desvío solitario para acercarse al corazón de la palabra. Hay que dar un rodeo misterioso para resolver el enigma.


14/07/2008 08:48 Enrique #. sin tema
Enrique Bustamante



La cabaña de Heidegger

(Hobby Horse. Blog de Alvaro de la Rica. 26 de enero de 2009)


Con este mismo título, La cabaña de Heidegger, la editorial Gustavo Gili, GG, ha publicado un hermoso libro escrito por Adam Sharr. Tiene un subtítulo: Un espacio para pensar. Puestos a ello, lo primero que me viene a las mientes es que si para pensar necesitas un determinado espacio, malo. Pues no lo dirá Ud. por Heidegger, al que parece que la mente le discurría con bastante soltura. Pues sí, lo digo por él, que fue un gran y a la vez nefasto pensador. Personalmente, cuando me encuentro con exaltaciones exageradas del espacio, me echo a temblar. Me pasó por ejemplo en el Chillida-Leku. Lo visité con mi amigo Adam Zagajewski. Nuestro guía, un hombre muy educado por lo demás, insistía en la antiguedad de los árboles, de las piedras, en que siempre habían estado allí y en el modo en el que el escultor había querido perpetuarse en su tierra. Todo muy vasco y muy heideggeriano. Adam y yo nos confesamos después que habíamos estado a punto de salir corriendo en varios momentos de la visita. Desde luego si me pierdo no me busquéis por allí. El libro es precioso, materialmente hablando. El autor es incapaz no obstante de establecer la crítica a la idolatría del lugar. Peor para él.

Se recoge, en el sexto capítulo, Los habitantes de la cabaña y sus relatos sobre ella, la visita de Paul Celan a la cabaña de Todtnauberg. Se cuenta de forma sesgada, sin querer entrar en el fondo del asunto (yo lo he contado en otro post). No me extraña porque, probablemente, si lo hiciera, el autor hubiera escrito otro libro, con los mismos materiales. Peor para él: hubiera sido un libro mucho mejor.

Recuerdo, y comparto, la frase de Steiner según la cual el hogar era cualquier sitio en el que hubiera una mesa, una lámpara y un libro. Algunos no necesitamos casas de diseño, cabañas en el bosque ni templos aptos para el sacrificio. Preferimos la gente a los lugares. Preferimos lo feo a lo aparentemente perfecto. Hemos aprendido a quedarnos allí donde nos planten. A la espera de que algún bárbaro idiota nos arranque de cuajo. El viento de la historia y del espíritu nos irá llevando de aquí para allá.

(La foto de arriba es de la cabaña de Heidegger en la Selva Negra alemana; la de abajo recoge otras cabañas, muy chulas también, sobre las que Heidegger guardó un ominoso silencio)





El refugio del escritor: Los lugares más inspiradores
(Blog Novedades Revista Qué Leer)

Cabañas, torreones, casas y hasta sanatorios fueron el escenario escogido por grandes de la literatura para crear sus obras. A continuación, visitamos ocho de esos espacios entre cuyas paredes se redactaron clásicos como “Así habló Zaratrusta” o los “Ensayos” de Montaigne. Texto Álvaro colomer


EL TORREÓN MÁGICO
Inquilino: Ramón Gómez de la Serna
Lugar: Madrid (España)

Ramón Gómez de la Serna ocupó el llamado “Torreón” de la calle Velázquez nº 6 entre 1922 y 1933, convirtiéndolo en una suerte de Rastro donde almacenaba, casi al borde del diogenismo, objetos de toda índole: relojes de arena, cajas de música, figuritas de barro, máscaras africanas, bolas de adivino, espejos deformantes (al más puro estilo del Callejón del Gato) y un sinfín de cachivaches entre los que no se pueden olvidar los más famosos: la chimenea de tubo, el maniquí de cera y el faro cedido por la Compañía de Gas. Pero el inventor de las greguerías también empapeló las paredes, el techo e incluso el suelo con imágenes recortadas de revistas, creando un inmenso collage sólo comparable al que compusiera el pintor alemán Kart Schwitters en las paredes y fachada de su casa.

Con aquella acumulación de objetos, Ramón Gómez de la Serna quería demostrar que su domicilio era el símbolo de la modernidad llegada a España, algo que ratificó Valery Larbaud al afirmar que cualquiera escritor que paseara por la noche madrileña podía ver luz en la ventana del Torreón y que esa luminiscencia era “como luz de navío en las avanzadas de Europa”. Otros especialistas afirman que Ramón guardaba tantos objetos porque le servían de inspiración para crear sus greguerías. A este respecto, resulta interesante la reflexión que Jorge Luis Borges hizo en sus Inquisiciones: Ramón ha inventariado el mundo, incluyendo en sus páginas no los sucesos ejemplares de la aventura humana, sino la ansiosa descripción de cada una de las cosas cuyo agrupamiento es el mundo”.

Aunque quien quizá conozca mejor los motivos de semejante acumulación es Juan Manuel Bonet, autor de Ramón en su Torreón (Fundación Wellington), quien recuerda que el madrileño se llevaba esos artefactos consigo cada vez que se mudaba, tal que si se tratara de una casa-caracol: “Hay un libro ramoniano clave, El rastro, que nace de su encuentro con los objetos. Libro en el que lo más fascinante es cómo el objeto se convierte en letanía. Libro precursor, que en algunos aspectos se adelanta a Nadja de André Breton, que encuentra en el Mercado de las Pulgas de Paris un objeto al que concede importancia simbólica en su relato”.

Estado actual: En 1976, el Hotel Wellington absorbió el Torreón para integrarlo en sus instalaciones, pero se creó la Fundación Wellington para asegurar la memoria del mismo.


LA CABAÑA DE WALDEN
Inquilino: Henry David Thoreau
Lugar: Concord (Massachussets, Estados Unidos)




El pionero en la ética ambientalista Henry David Thoreau quiso experimentar en sí mismo la vida en la naturaleza, motivo por el cual se construyó una cabaña en un terreno cedido por su amigo Ralph Waldo Emerson. Se instaló junto al lago Walden el 4 de julio de 1845 y lo abandonó el 6 de septiembre de 1847. Durante ese periodo escribió dos libros: A Week on the Concord and Merrimack River (relato sobre una excursión realizada junto a su hermano) y el borrador de su famoso Walden o la vida en los bosques.

Según recuerda Antonio Casado da Rocha, autor de Thoreau: biografía esencial (Acuarela), en el capítulo inicial de Walden, el filósofo relata el proceso de construcción de aquella cabaña, “incluyendo los 28 dólares y 11 centavos y medio que le costó en total. Además, mientras expone su programa de austeridad y ‘hágalo usted mismo’, el autor examina con lupa cada objeto, cada gasto y cada inversión. Thoreau alaba en dicho volumen la sencillez y austeridad de su vivienda, lo que le permitía ganar tiempo para otras cosas. Por ejemplo, relata cómo hacía la limpieza cuando el suelo estaba sucio, levantándose temprano y sacando su escaso mobiliario fuera, sobre la hierba”.

La cabaña se encontraba a pocos kilómetros de la ciudad donde vivían sus familiares y amigos, por lo que la desconexión del mundanal ruido nunca fue absoluta. Sin embargo, la importancia de aquel encierro fue capital en su formación intelectual. De hecho, Thoreau explicó que se marchó de aquel refugio definitivamente “porque tenía otras cosas que vivir”. Así pues, cuando hubo terminado el experimento, regresó a su casa familiar, en cuya construcción también había participado y donde continuó hasta su muerte.

Estado actual: La cabaña ya no existe, pero la Thoreau Society ha creado una réplica y cuida del lugar para que los visitantes puedan experimentar lo mismo que el filósofo durante sus paseos.


Reproducción de la cabaña en la que vivió Henry David Thoreau en los bosques de Concord.

El sitio donde se erigió la cabaña en la que habitó Thoreau en el bosque cerca del lago Walden en 1846. Aquí el autor de Walden o la vida en los bosques, meditó profundamente sobre los profundos sentidos que bullen en la naturaleza, muy lejos de la indiferencia de la civilización (foto Amy Belding Brown).




LA TORRE DE TUBINGA
Inquilino: Friedrich Hölderlin
Lugar: Tubinga (Alemania)

Johann Christian Friedrich Hölderlin vivió tan apartado de la sociedad que acabó enloqueciendo. En 1806 fue ingresado en una clínica tras sufrir una crisis mental y su médico llegó a afirmar que difícilmente viviría más de tres años. Pero Ernest Zimmer, un ebanista que había quedado fascinado con los poemas de Hiperión, decidió acogerlo en su casa, de donde el bardo no volvería a salir hasta 36 años después, cuando murió. Lo instaló en el primer piso de la llamada Torre de Tubinga, desde donde podía deleitarse contemplando el río Neckar y las cumbres de los montes de Suabia. Junto a la familia del ebanista, Hölderlin encontró el cariño que necesitaba para no enloquecer del todo, lo que le permitió vivir en una especie de pacífica locura sólo rota por los ataques de ira que los Zimmer aplacaban comprándole papel, plumas de ganso y tinteros. Con esos objetos el poeta componía extrañísimos versos que firmaba con el seudónimo de Scardanelli. “Sin buscar nada, encontró en esa torre lo que, de haber estado en su sano juicio, hubiera deseado: el afecto de quienes lo rodeaban, el silencio que le permitía tocar la espineta que tenía en su habitación, las bellas vistas que le inspiraron muchos poemas –comenta Antonio Pau, autor de Hölderlin. El rayo envuelto en canción (Trotta)–. Porque Hölderlin, a pesar de haber perdido la razón, conservó lo que probablemente tenía más arraigado en su interior: la capacidad para escribir versos. En la Torre de Tubinga compuso centenares de poemas. Aunque ni la madre ni los hermanos del poeta iban a visitarle, los jóvenes poetas alemanes sí lo hacían, y solían pedir que les escribiera un poema, para llevárselo como recuerdo. El poeta cumplía siempre y en pocos minutos les entregaba un soneto perfectamente medido y rimado”.

Estado actual: La Torre del ebanista Zimmer ha sido cuidadosamente conservada y hoy pueden contemplarse los escasos muebles que el poeta tenía, además del ramo de tulipanes que los encargados del lugar colocan en un jarrón, en recuerdo de las flores que el poeta Ludwig Uhlan le enviaba cada 20 de marzo por su cumpleaños.


EL BALNEARIO DE SILS-MARIA
Inquilino: Friedrich Nietzsche
Lugar: Sils-Maria (Suiza)

Nietzsche escapaba de su agobiante vida académica refugiándose en la localidad de Sils-Maria, junto al lago de Engadina. Tras haber probado en otras regiones suizas, el filósofo llegó a esta población en 1881 con la idea de buscar un clima seco y soleado que le permitiera luchar contra las migrañas. Su primera impresión del lugar fue negativa, entre otras cosas por la cantidad de turistas. Pero al cabo de las semanas su opinión cambió radicalmente, llegando a afirmar que había “encontrado la tierra prometida”. De modo que, entre 1883 y 1888, pasó largas temporadas en una casa rústica. Contemplando los picos y los lagos que poblaban aquella región de los Alpes suizos, el filósofo escribió que “es todo tan sumamente bello que tiene uno la impresión de estar asistiendo allí al nacimiento del mundo”.

Fue en Sils-Maria donde, mientras paseaba cerca de la famosa piedra de Surlej, tuvo la visión del “eterno retorno” de lo mismo, “en una especie de reminiscencia heraclítea o pitagórica –recuerda Diego Sánchez Meca, autor de Nietzsche. La experiencia dionisiaca del mundo (Tecnos)–. Aunque algunos han interpretado esta visión como una prueba evidente del inicio de su locura, Nietzsche convirtió su intuición en un pensamiento liberador con el poder, dice él, de convertirnos en sobrehumanos”.

Pero en Sils-Maria se gestaron otros libros, como Así habló Zaratrusta, y encontró también el fundamento para matar a Dios, probablemente mientras paseaba en soledad, porque, como señala Sánchez Meca, “el sólo anuncio de una visita le ponía enfermo. Le gustaba decir que iba allí para estar desaparecido para siempre (‘der auf ewig Abhandengekommene’)”.

Estado actual: La casa que solía ocupar Nietzsche es hoy un museo que se puede visitar (información en www.nietzschehaus.ch).


EL SANATORIO DE HERISAU
Inquilino: Robert Walser
Lugar: Herisau (Suiza)

Tras pasar una temporada en el manicomio de Waldau, Robert Walser fue trasladado al sanatorio mental de Herisau, donde permaneció ingresado hasta su muerte, 23 años después. Una de las pocas personas que lo visitó, su amigo y editor Carl Seelig, describió sus encuentros en Paseos con Robert Walser (Siruela), donde nos relata que en cierta ocasión preguntó al autor si continuaba escribiendo: “No estoy aquí para escribir, sino para enloquecer”, respondió. En otra conversación, Walser explica que el doctor Hinrichsen había puesto a su disposición un cuarto para escribir, pero que no solía usarlo porque “me siento allí como clavado y no consigo producir nada”.

En vez de retomar la literatura, Walser dedicaba las horas a participar en las actividades prefiguradas por el personal del sanatorio. La subordinación a las normas, algo sobre lo que había profundizado en sus novelas anteriores, le proporcionaba la paz de espíritu que su locura le había robado. Participaba en las tareas de limpieza de su pabellón, ordenaba lentejas, habas y castañas en montañas separadas, paseaba con otros internos y evitaba todo contacto con el exterior, deleitándose a lo sumo en la contemplación de Herisau, el pueblo a los pies de la montaña sobre la que se alzaba el sanatorio. Pero Walser también entretenía su tiempo con larguísimos paseos por los bosques y senderos de los alrededores. En una de esas caminatas falleció un 25 de diciembre de 1887. Unos niños encontraron su cadáver sobre la nieve y alguien hizo una foto hoy tristemente célebre.

Estado actual: El lugar sigue siendo un sanatorio para enfermos mentales. Los responsables admiten visitas por los alrededores, pero no permiten el acceso a los pabellones.


LA CABAÑA DE LA SELVA NEGRA
Inquilino: Martin Heidegger
Lugar: Todtnauberg (Alemania)

En 1922, el filósofo Martin Heidegger se construyó una cabaña en la ladera de Todtnauberg, un pueblo situado en la parte meridional de la Selva Negra, a una altura de 1.150 metros sobre el nivel del mar. Heidegger creó gran parte de su obra, sin excepción de su famoso El ser y el tiempo, en esta casita de esquiador revestida de escamas de madera, con tan sólo tres habitaciones (cuarto de estar, dormitorio y estudio) y apenas una superficie de seis metros por siete. Según afirmó él mismo en un artículo titulado Paisaje creador: ¿por qué permanecemos en provincia?, ese lugar se convirtió de inmediato en su genuino “mundo de trabajo”, ya que creía encontrar en las estrecheces de su casa el ambiente perfecto para pensar.

Según comenta el arquitecto Adam Sharr en su ensayo La cabaña de Heidegger (Gustavo Gili), el filósofo consideraba que la cabaña le permitía sentir los movimientos y la dureza de la naturaleza en todo su esplendor, cosa que le ayudaba a reflexionar sobre la esencia del Ser y, más importante, sobre la relación de ese mismo Ser con el mundo que lo rodea. Miraba el filósofo por un ventanuco que tenía en la habitación donde trabajaba y veía la naturaleza manifestándose por doquier, paisaje éste que asemejaba con la creación literaria y la reflexión filosófica. La presencia de las montañas, los cambios de las estaciones, la crudeza de la vida rural, la batalla de los animales por alimentarse y tantas otras cosas que desde allí contemplaba servían a Heidegger para explorar la existencia del ser humano. Y, cuando el paisaje no le inspiraba, se arremangaba y bajaba al pueblo para ayudar a los aldeanos con las tareas de la comunidad o demostraba sus dotes andarinas yendo hasta Friburgo (dieciocho kilómetros), donde tenía otra casa. Es por eso que Adam Sharr considera que la cabaña no sólo era un lugar idóneo para filosofar, sino un entorno con cierto contenido ético: “Había una dimensión moral en la interpretación que Heidegger hacía de la cabaña y su entorno. En su relación con el paisaje, veía el edificio como algo honesto (…). Sentía que su pensamiento y sus escritos derivaban de la raíz central de aquel lugar”.

Estado actual: La cabaña todavía existe, pero los dueños actuales piden que no se les moleste con visitas inoportunas.


LA TORRE DE MONTAIGNE
Inquilino: Michel de Montaigne
Lugar: Saint-Michel-de-Montaigne (Dordoña, Francia)

El hombre que inventó el género del ensayo nació y murió en un castillo del siglo XV del que cogió el nombre: Castillo de Montaigne. En 1571, a la edad de 38 años, el hasta entonces magistrado se hizo acondicionar una habitación en la segunda planta de la torre situada justo encima de la entrada a su mansión. Allí instaló su biblioteca y un gabinete de trabajo, donde el pensador se refugiaba en invierno para eludir el frío. La sala de la biblioteca, con forma semicircular, tenía aberturas a los cuatro puntos cardinales y cinco estantes con más de 1.500 libros. Ante los volúmenes, instaló un escritorio que le permitía contemplarlos mientras trabajaba.

Probablemente, Montaigne sea el escritor en quien mejor se vea reflejada la influencia del entorno sobre la obra. Según el también ensayista Ramón Andrés, que recientemente visitó el Castillo de Montaigne, “cuando se piensa en la circularidad de su obra, en contraste con el discurso lineal de Occidente, uno se pregunta si aquel espacio habrá ayudado a que sus escritos recorran nuestra historia moral de modo circular, con el rico matiz que la línea recta no permite. Es frecuente ver que en sus escritos se empieza con una reflexión hecha sobre el propio presente y que de pronto, no sabemos cómo, y elípticamente, nos remite a un hecho de la Antigüedad, a una anécdota del pasado, para volver, de pronto, al ahora. Todo gira, nada va hacia lugar alguno”. Así pues, apartado del mundanal ruido en su sala semicircular, Montaigne escribió sus famosísimos Ensayos. Y, cuando la inspiración no acudía a su mente, alzaba la cabeza hacia el techo –compuesto por dos vigas maestras y 48 traviesas–, que había adornado con citas griegas y latinas, la mayoría de las cuales hacían referencia al escepticismo y la duda.

Estado actual: El Castillo se incendió en 1885, pero las llamas no tocaron la Torre de la Biblioteca, a fecha de hoy catalogada como Monumento Histórico. El lugar puede ser visitado.


LA CASA DE CAMPO
Inquilino: Thomas Bernhard
Lugar: Obernathal (Austria)

Thomas Bernhard siempre reivindicó sus raíces campesinas, motivo por el cual rehabilitó un caserón abandonado en Obernathal (Alta Austria), población donde creía que podría restablecerse de su enfermedad pulmonar. Además, consideraba que siempre había vivido “sin deshacer la maleta”; es decir, viajando de un lado a otro, y en 1965 decidió invertir en dicha propiedad el dinero obtenido con el premio Julius Campe por la novela Helada. Sin embargo, en ese lugar nunca consiguió trabajar a gusto. De alguna forma, el ambiente se lo prohibía, como él mismo manifestó en cierta ocasión: “Porque todo era tan idea, porque estaba hecha para poder escribir. Por eso no funciona”. Según Miguel Sáenz, traductor del austríaco y autor de Thomas Bernhard, una biografía (Siruela): “Casi no escribió nada allí. Era una casa poco habitada, con pocos muebles, donde ni siquiera entraban sus amigos, salvo una o dos excepciones”. Su única compañía era la señora Kienesberger, una especie de ama de llaves sordomuda de quien el autor dijo: “En el fondo, la Kienesberger es, desde hace decenios, la única persona con quien hablo, me digo, aunque también eso es realmente una exageración desmesurada”.

Pese a esto, Bernhard continuó fantaseando con la idea de convertirse en campesino, algo que por supuesto jamás habría de ocurrir. Cuando habitaba la casa, se disfrazaba de hombre de campo -ropajes verdes, pantalones de cuero, chaqueta austríaca tradicional, abrigo de loden y sombrero tirolés-, pero en Viena usaba chaquetas y pantalones bien cortados, foulards de seda y ropa de marca. “Bernhard era un urbanita que soñaba con no serlo –recuerda Miguel Sáenz–. La prueba está en que donde realmente escribía bien era en los hoteles y casas de amigos, sobre todo en países donde no conocía el idioma”. Al final de su vida, Bernhard manifestó que le gustaría que la casa fuera destruida por el fuego, “para que el crepitar de las llamas sea la música fúnebre de mi entierro”.

Estado actual: El caserón ha sido transformado en una suerte de museo donde todo se conserva tal y como el escritor lo dejó.





Unten und oben / Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste [25/09/08]
(Publicado en suplemento 'Cultura/s', La Vanguardia, Barcelona - Número 326)





‘Abajo’ (unten) y ‘arriba’ (oben) eran los términos con los que Martin Heidegger distinguía los dos escenarios en los que discurría su existencia. El primero correspondía a su vida como docente universitario, cuya acomodada posición burguesa y prestigio era nítidamente expresada por el aspecto de la casa familiar en Rötebuckweg (Friburgo). El segundo, radicalmente opuesto a esa obligatoria concesión a cuestiones mundanas, era la cabaña que hizo construirse en un valle de la entonces pequeña aldea de Todtnauberg en 1922.

Gaston Bachelard afirmaba en su Poética del Espacio que la casa y el universo no son dos espacios yuxtapuestos: la casa constituye una transposición simbólica y constructora de la posición del individuo en el mundo y éste es el sentido en que se manifiesta la relación entre Heidegger y esa cabaña, die Hütte –como él la denominaba-, un lugar donde residió largas temporadas, dedicado a la reflexión y la escritura, recibiendo también en ella la visita de escogidos alumnos y otros pensadores, y también paseando, esquiando y ayudando en labores forestales a los lugareños. En la cierta forma de soledad que el ámbito doméstico y el entorno natural que circundaba a esa cabaña creaban situó Heidegger su vida filosófica.

La cabaña, aún hoy en pie y propiedad de la familia, es una vivienda de madera inspirada en las casas tradicionales de labriego de la Selva Negra, construida seguramente según técnicas artesanales y que muy probablemente se diseñara según las directrices de Elfride, la esposa de Heidegger, en la que disposición de los espacios interiores se realizó atendiendo estrictamente a las básicas necesidades funcionales de sus ocupantes: una antesala que actuaba como sala de estar, la cocina, un dormitorio principal ocupado por cuatro camas y el estudio eran las habitaciones principales.

La descripción minuciosa de cada una de las estancias que hace Adam Sharr en su estudio sobre ella (La Cabaña de Heidegger, Gustavo Gili, 2008) expone la deliberada austeridad arquitectónica y mobiliaria de la que su propietario quiso revestirla. Su propósito con este rechazo a cualquier comodidad superflua era crear una morada a través de la que experimentar la conciencia de la propia existencia, crear un espacio donde esa casa y el paisaje que la rodeaba integraban una misma unidad que simbolizaría la pureza primordial del orden cósmico. Un lugar donde la sujeción a las dinámicas impuestas por los movimientos de la Naturaleza: las estaciones y las transformaciones sobre el paisaje y la estructuración de las rutinas cotidianas marcadas por su secuencia, la imprevisión y efectos de las inclemencias climáticas, la cercanía y el contacto con la potencia abrumadora y misteriosa del bosque y las montañas permitían al hombre contemplativo hallar humildemente su posición elemental dentro de dicho orden.

Los elementos físicos que se hallaban presentes en aquel ámbito adquirían una trascendencia metafórica para Heidegger. Una fuente natural cercana que abastecía de agua a la familia, cuya antigüedad desconocían, visible desde la ventana del escritorio donde el filósofo escribía, cuyo pilón estaba rematado por una estrella, planteaba para él una especie de objeto numinoso que aludía a cuestiones inmanentes así como relativas a la trascendencia de su propio ser: la estrella como signo de lo religioso, el manantial como una imagen del modo de fluir de su pensamiento, el agua como imagen de la naturaleza sustentadora de la vida familiar en la cabaña, resonancia del origen invisible de lo visible.

El acto de retirarse a habitar ‘allí arriba’, con una forma de subsistencia casi monástica, sumía a Heidegger en una especie de ‘efecto hipnótico’ que le predisponía a una actividad intelectual y un modo de comportamiento y capacidad de interpretación de la realidad totalmente distintos a los que desarrollaba en su vida urbana en su hogar de patriarca suburbano, orgulloso y afectado. El material que necesitaba para filosofar estaba allí, expuesto ante él, y a través de él proyectaba la interioridad de su propia existencia. El poeta Celan le percibió física e intelectualmente enraizado en el paisaje. El escritor Max Kommerell definió su vida ‘allí arriba’ como “un perfecto monólogo”.

Se ha acusado a Heidegger de haber utilizado sus estancias en Todtnauberg como un cínico modo de evadir su culpabilidad por el apoyo público al nazismo. Deviniese via de huida o fuera expresión de su compromiso intelectual y espiritual con la filosofía, a través de esta cabaña y su vida en ella, Heidegger trató de materializar para sí el arquetipo ideal del refugio solitario que permitiera a la conciencia del hombre la expansión de su pensamiento; no para ir con ello a la búsqueda de unas nuevas ideas sino para hurgar y hacer desvelarse las ocultas.

Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste
(Publicado en suplemento 'Cultura/s', La Vanguardia, Barcelona - Número 326)


Algo sobre “la cabaña de heidegger”, de Adam Sharr



“Me voy a la cabaña, y me alegro mucho del aire fuerte de las montañas; a la larga uno se arruina con esta cosa suave y ligera de aquí abajo. Es ya noche profunda, la tormenta azota los altos, en la cabaña chirrían las vigas, la vida está pura, simple y grande ante el alma… A veces ya no comprendo que allá abajo puedan desempeñarse papales tan sorprendentes…”

“[…] no es aislamiento, es soledad… La soledad tiene el peculiar y original poder de no aislarnos sino de proyectar toda nuestra existencia hacia fuera, hacia la vasta proximidad de la presencia de todas las cosas”

“En una noche cerrada de invierno cuando una salvaje y poderosa tormenta de nieve desata su furia alrededor de la cabaña y oculta y cubre todo, ése es el momento perfecto para la filosofía. Entonces sus cuestiones se vuelven sencillas y esenciales.”


DIN A0
(¶ Posted 05 May 2009 )
Hermann Heidegger And Hans-Georg Gadamer On 'The Cabin'



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