Norman Maclean. El río de la vida. Traducción de Ana
Poljak. Barcelona: Muchnik editores, 1993.
EL PAISAJE
DE LA VERDAD
Anda la literatura norteamericana
buscando un clásico, una obra emblemática—a la manera de El viejo y el mar o El
guardian en el centeno—que oriente y serene una enorme producción de narrativa,
cuya validez literaria se determina desde planteamientos casi exclusivamente
industriales. La labor de encontrar un clásico no puede confiarse a las
editoriales ni a la crítica, sino a varias generaciones consecutivas de
lectores. Sólo gracias a ellos, surge de vez en cuando esa obra de la que nadie
habla pero que todos han leído o están leyendo. Parece ser que El río de la vida
ha entrado ya en ese selecto reducto. Norman Maclean, profesor de literatura,
discípulo del gran poeta Robert Frost, esperó a los 73 años para, presionado por
sus hijos, escribir ese relato autobiográfico de ciento y pocas páginas. Se
supone que cuando alguien se pone a escribir a esa edad, la memoria rebosa de
material para construir una historia; la dificultad para un viejo escritor
primerizo reside básicamente en la selección de sus recuerdos. Maclean eligió un
trozo de verano, con su hermano, su padre y él mismo pescando en los grandes
ríos de Montana occidental. El manuscrito fue aceptado finalmente por las
prensas de la Universidad de Chicago, después de haber sido rechazado por tres
editores. Y en la carta de uno de ellos, aparece un comentario sucinto y
certero: "Estos cuentos tienen árboles". Es verdad, este libro es un paisaje, y
a esa vegetación que nace entrelazada con las palabras se debe parte de su
silencioso éxito; publicado en 1976, se coloca oportunamente como referencia
literaria y espiritual del fuerte sentimiento ecologista de la década posterior.
No es de extrañar que Robert Redford, que se distingue por su compromiso con el
medio ambiente, lo haya elegido para su tercera experiencia como director
cinematográfico.
"En nuestra familia no había una
frontera clara entre religión y la pesca con mosca". Es todo un comienzo,
rotundo, explicativo, pues ésta es una historia sobre la familia, la pesca y
Dios. Un padre estricto—un calvinista procedente de las islas del norte de
Escocia—transmite a sus dos hijos—Norman, el narrador, y Paul—el arte de la
pesca con mosca en ríos torrenciales. "Mi padre estaba muy seguro de ciertos
temas que se refieren al universo. Para él, todas las cosas buenas—tanto la
trucha como la salvación eterna—se adquieren por la gracia, y la gracia se
adquiere por el arte, y el arte no se adquiere con facilidad". El mundo se
divide en pescadores con mosca, tocados por la gracia divina, y en pescadores
con lombriz o cebo. Muy pronto, Paul destaca como pescador con mosca—lo que le
acerca a Dios y le diferencia—; en realidad, el relato está dedicado a él,
convirtiéndolo en uno de esos protagonistas siempre presentes, incluso cuando no
se les menciona: Paul tiene un muñeca derecha hiperdesarrollada con la que
sostiene una "mágica, totémica caña", con la que despliega los más difíciles
lances. La admiración que siente Norman por él es infinita: "Mi hermano no es
como cualquier otro. Es mi hermano y un artista y cuando tiene en la mano una
caña de cuatro onzas es un artista supremo." Partiendo, además, de que no hay
otro arte como el de la pesca con mosca, que es "un mundo perfecto", situado muy
por encima de la misma literatura: "Los poetas hablan de pozos del tiempo pero,
en realidad, son los pescadores los que experimentan la eternidad comprimida en
un instante" La sensación de que el ser humano y la naturaleza están
intensamente ligados domina todo el libro; para un hombre, la perfección
absoluta llega cuando se consigue una unión sin resquicios. Paul lo expresa así:
"Soy bueno con la caña pero necesito tres años más para pensar como un pez". La
conexión con el universo se da aquí en un escenario muy concreto, el río Big
Blackfoot, un río de glaciares, que es todo él un torrente; que provoca en el
autor explosiones de nostalgia: "Qué bello fue en tiempos ese mundo. Al menos
uno de sus ríos lo fue. Y era casi mío, de mi familia y de unos pocos más..."
Aquel tiempo estaba repleto de verdad: los árboles, un río, anzuelos, moscas,
truchas, dos hermanos y la máxima "Dios es amor". Pero Paul, el elegido, bebe,
juega, se pelea y pasa muchas noches en la cárcel. Sigue el camino de
autodestrucción propio de un hombre duro; Paul, una vez que se aleja de las
orillas del río, vive la vida como una inexplicable desviación de los férreos
principios morales—entre los que se incluye la dureza del peleador
callejero—transmitidos por su padre.
Y es que a ese paraíso privado,
concedido a una familia predestinada, lo atraviesa un río, cuyas aguas, en su
flujo,
no son permanentes como los principios calvinistas. El agua es
misterio y lo que no entendemos es siempre el germen de la tragedia. "Me
obsesionan las aguas", concluye Maclean, sin saber quizá que el río y su hermano
Paul son dos manifestaciones extremas, paralelas, de la vida, que crece
incontrolada, ajena a ese mundo cuya visión de equilibrio y orden heredó de sus
padres. Maclean escribió un libro hermoso sobre cómo serían las cosas si las
volviéramos a vivir; y es ahí, en la transcripción poética y directa del sueño
colectivo del volver a empezar, donde hay que encontrar la razón por la que ya
se le incluye en la literatura intemporal de Estados Unidos. Por último, hay que
señalar que la traducción, más atenta a las dificultades léxicas de la jerga de
los pescadores que al español resultante, debería revisarse en próximas
ediciones.
Juan Marín. Publicado en El País/Babelia, p.
12. 27/02/1993
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