El tema central de este Blog es LA FILOSOFÍA DE LA CABAÑA y/o EL REGRESO A LA NATURALEZA o sobre la construcción de un "paradiso perduto" y encontrar un lugar en él. La experiencia de la quietud silenciosa en la contemplación y la conexión entre el corazón y la tierra. La cabaña como objeto y método de pensamiento. Una cabaña para aprender a vivir de nuevo, y como ejemplo de que otras maneras de vivir son posibles sobre la tierra.

domingo, 23 de septiembre de 2018


El trazo y el cero; pasajes y veredas de la imaginación creadora
18 de septiembre de 2018

Henry David Thoreau: Contemplatio naturalis y teología apofática -negativa- (I)



“Un paseo invernal” –ya dediqué una entrada a este texto- es un perfecto ejemplo de la práctica de lo salvaje, que dijera Thoreau, además de un maravilloso poema en prosa en el que se da la palabra a la naturaleza. En él mismo se nos narra una experiencia de intimidad y contacto entre hombre y naturacon el telón de fondo de la contracción, la dureza y la misteriosa belleza del Invierno;resistiendo el Invierno, sabiendo del calor interior que anima el vigor al contacto con los fríos, reconociendo la virtud y la belleza moral de estar a la altura de la prueba con un ánimo encendido… Del otro lado la fertilidad espiritual que brota; quedar abierto a la belleza natural, hacer pie en el suelo firme de lo real, acceder a la esfera del ser saliendo de la caverna…

Este contacto con lo real tendrá como fruto maduro una visión renovada –“ve lo que hay ante ti”[1]nos dirá Thoreau- en lo que él mismo denomina una sabiduría de la amanecida, una sabiduría auroral[2]; “la mañana llega cuando estoy despierto y hay en mi un amanecer”; una sabiduría en que la nocturnidad oscura encuentra su justificación y su horizonte en la “espera ininterrumpida del amanecer”. Esta capacidad de espera, según su criterio, tomará forma en la apuesta por una vida sencilla en contacto con la naturaleza. No podría ser de otro modo ya que para el sabio de Walden la naturaleza es lo verdaderamente real[3]. Dejar de lado lo superfluo y artificioso será pues la senda abierta hacia esa sabiduría de la amanecida entendida por el propio Thoreau como atención descondicionada, pura y simple, a la mera presencia de la vida. Precisamente al hilo de estas reflexiones será cuando nos enuncie su famosa cita: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida...para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido".

Como podemos constatar la buena vida, para Thoreau, es quedar abierto a lo real. Se trata de habitar conscientemente su presencia; la sucesión de los días, de las estaciones, del pasar de los años. En el poema en prosa “Un paseo invernal” nos dirá: “La corriente de un río es un maravilloso ejemplo de la ley de la obediencia, sendero para el hombre que se busca a sí mismo, ruta por la que la cúpula de una bellota puede flotar segura con su carga”. El equilibrio del hombre arraiga pues en la conformidad con lo real. En esa conformidad se sirve ese “avanzar por el único camino en el que ningún poder puede ejercer resistencia” nos dirá finalizando Walden. Thoreau, se hace evidente, no habla de obediencia a gregarismo o autoridad social alguna sino de la asunción y plena aceptación del acaecer que la vida nos va brindando. Nada nos será más necesario.

La idea de necesidad, atender a lo que nos viene dado, será decisiva. La atención a los ritmos y tiempos de la naturaleza –lo verdaderamente real- será precisamente lo que se nos haga más necesario indicándonos una cita ineludible y, al tiempo, una vía abierta a la propia plenitud. Adviértase que, en tal medida, el acaecer de lo real es lo que establece la vía y la senda del alma. En tal vía solo cabe asumir lo dado –fuera de lo real solo espera la propia alienación- y ensayar nuestra capacidad de atención. “Si respetáramos lo que es inevitable y tiene derecho a existir la música y la poesía resonarían por las calles” nos dirá el sabio de Walden. Thoreau, efectivamente, remite la gran salud del hombre a un determinado dejar ser a la vida; a la capacidad del hombre de quedar abierto incondicionalmente a lo dado, a esa aceptación de lo que la naturaleza nos va brindado en cada recodo del camino. No cabe hablar de libertad sin aceptación ni de conocimiento sin acuerdo… Lo real sana por qué es aquello para lo que el hombre es. Conocer y atender lo real es la finalidad del alma de ahí que exista una correspondencia íntima entre el sentido de lo real y el sentido de la vida del alma. Por eso el microcosmos del alma, en la atención al presente, encontrará su sentido y su vida auténtica en la escucha del macrocosmos y sus ritmos y, solo por eso, “la alegría podría consistir en vivir en el presente”[4]. No olvidemos que esta correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos será una vieja idea que brillará en el romanticismo, en general, y entre los transcendentalistas con especial intensidad

La contemplatio naturalis que postula Thoreau va más allá de lo que sería una mera contemplación estética por concebirse como apertura al ser y lo real; lo que orienta la misma en una perspectiva ontológica más allá del mero deleite subjetivo. Se advierte devoción en Thoreau por la naturaleza. En tal devoción arraigará el sentido que halla en el aquí el ahora. Este hallazgo invitará a una celebración muy especial en la que, precisamente, se regocijarán “aquellos que encuentran su fuente de coraje e inspiración, precisamente, en el estado presente de las cosas y lo acarician con el cariño y el fervor de los amantes”[5].Como vemos hay apelación al eros en Thoreau, dirigido hacia lo real y la vida. Al tiempo este eros desborda el mero sentimentalismo para ser unitividad de tal modo que el amante que contempla el “estado presente” de las cosas queda abierto a lo contemplado y arraigado en su propia receptividad hacia lo contemplado; su ser íntimo se revela en la plenitud a la que queda abierto. Ahí brota la eternidad. En sus propias palabras: “He estado atento para detenerme ante el cruce de dos eternidades, el pasado y el futuro, que no es sino el momento presente”[6]. Así, el tiempo se transfigura en el darse de lo eterno transparentando el fluir perpetuo de “una verdad y una belleza absolutas”[7].

En este darse de lo eterno la sucesión temporal se derrama, se desborda su propia linealidad quedando la atención concentrada en el instante que acaece y en la presencia permanente y ubicua de esa belleza absoluta. El fluir de los sucesos muestra un solo sabor no condicionado por el cambio ni por la coacción del tiempo, que todo lo acoge, y que, conmoviendo el alma, la instaura en la atención amorosa al momento presente. Las memorias del pasado y las expectativas ceden en su capacidad de embrujo; la actividad mental corriente se vacía enamorada en esa atención pura y el hombre vive un auténtico renacer y una transformación profunda. El tiempo y el cambio se transfiguran en la imagen móvil de lo que siempre es. “En la eternidad hay algo verdadero y sublime… Dios mismo se realiza en el momento presente y nunca será más divino en ningún otro tiempo. Y podemos percibir todo lo que es sublime y noble tan solo mediante la perpetua instalación e infiltración de la realidad que nos circunda”. La memoria de lo divino en la atención simple al aquí y al ahora será la cumbre a la que ascienda esa sabiduría de la amanecida o auroral de la que nos habla Thoreau.

“Tras una noche tranquila de invierno desperté con la impresión de que se me hubieran planteado algunas preguntas mientras dormía a las que en vano había estado intentado responder en sueños: ¿qué?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿donde?. Pero ahí estaba la naturaleza amaneciente, en la que viven todas los seres, mirando a través de mis amplias ventanas con rostro sereno y satisfecho sin que sus labios me preguntaran nada… la naturaleza no pregunta ni responde sobre nada de todo aquello que nosotros humanos mortales planteamos”. Así comienza el capitulo “La laguna en invierno” de Walden. Atendamos a lo que dice Thoreau. El sueño son las preguntas y el parloteo mental; el despertar el silencio y la contemplación. Ahora bien, ¿quien contempla?. La actividad contemplativa parece rebasar lo meramente humano atendiendo a la esfera de sentido que reconoce. Es cierto que la mirada humana sublima poéticamente la vida, ahora bien, el hombre no es sino naturaleza y vida de tal modo que, en realidad, es la vida misma la que a sí mismo se sublima en el hombre. Nos dice Thoreau en este inspirado texto que es la naturaleza amaneciente la que mira desde sus propios ojos acogiendo todos los seres. Lo real contemplándose a si mismo… Ahí no hay parloteo hay silencio y salud devenida; hay identidad, identidad entre el alma humana y lo real; la physis de los griegos, la natura naturans de la metafísica medieval, la vida toda de Whitman, un plano de creatividad y vida que todo lo crea y acoge. La apelación a la naturaleza en Thoreau no es un mero panteísmo ni un esteticismo sino expresión de lo real y manifestación gratuita de la divinidad…

Los estados contemplativos, si bien encuentran su justificación en esta apertura a lo divino, tendrán a su base determinados temples y disposiciones internas. “Al igual que la del lago mi serenidad se riza sin llegar a perturbarse” nos dirá[8]. Thoreau, como no podía ser de otra manera, apela a los simbolismos naturales. Esta alusión a la serenidad y el temple del alma es importante. En relación al alma utiliza la misma metáfora del agua que Epicteto. La visión encendida de la amanecida del alma exigirá del temple del alma, de su propio silencio y vaciado, de un cierto dejarse de lado a uno mismo[9]. “En el azul de sus aguas no hay un solo pensamiento oscuro sino claras imágenes”[10] añadirá el sabio de Walden. Ahí, cuando las aguas del alma quedan calmas y nuestras pasiones dejan de determinarnos y mediatizarnos es cuando el alma, a partir del propio silencio interior, puede reflejar lo real fidedignamente. La mirada se enciende en ese silencio y en esa serenidad interior. Ahí, “fui consciente de pronto de la dulce y beneficiosa compañía que me ofrecían la naturaleza y el repiqueteo acompasado de las gotas y de cada sonido y cada imagen alrededor de mi casa, un amistad infinita e inefable, como una atmosfera fortificante”[11]. Siguiendo con esta metáfora natural entre alma y laguna y para indicar en el alma una esfera inalterable a la coacción del tiempo nos dirá de las aguas de Walden: “su naturaleza es inalterable”[12]; como esa apatheia de los clásicos en la que las pasiones son como meras olas sobre la superficie que, sin embargo, no alteran la naturaleza de las aguas. Esta plenitud de ser, que arraiga en la propia serenidad y templanza, convocará un entusiamo sobrenatural; el enthuosiamos[13]que decían los griegos. “El entusiasmo es una serenidad sobrenatural” nos dirá en Musketaquid[14]. El entusiasmo del que ebrio queda en la atención amorosa a lo real.


[1] Henry David Thoreau. Musketaquid. Ed errata naturae, pg 119
[2] Henry David Thoreau. Walden. pg 94 y ss.
[3] En la entrada de este mismo blog dedicada a la práctica de lo salvaje me extiendo en la identificación entre lo real y lo natural postulada por Thoreau
[4] Henry David Thoreau. Walden. Ed errata naturae, pg 323
[5] Henry David Thoreau. Walden. Ed Errata naturae, pg 22.
[6] Henry David Thoreau. Walden. Ed errata naturae, pg 2
[7] Henry David Thoreau. Musketaquid. errata naturae ediciones. pg 168.
[8] Henry David Thoreau. Walden. Ed. errata naturae, pg 137
[9] Henry David Thoreau. Diarios 22 de octubre de 1837. Thoreau vincula con la soledad ese evitarse a uno mismo entendiendo lo dicho como dejar de lado la identidad aparente que emerje en el fragor de la vida cotidiana inmerso en las convenciones sociales.
[10] Henry David Thoreau. Walden. Ed errata naturae, pg. 145
[11] Henry David Thoreau. Walden. Ed. errata naturae, pg 141
[12] Henry David thoreau. Walden. Ed errata naturae, pg 203
[13] Etimologicamente quedar inspirado y acogido al dios
[14] Musketaquid. Henry David Thoreau. Errata naturae Ed, pg 123.


Henry David Thoreau: Contemplatio naturalis y teología negativa (II)


Thoreau, ya lo indicábamos en la anterior entrada y primera parte de este texto, hace del vaciado de sí y del silencio interior el eje de la vida del alma. Con todo, la referencia a otro Silencio, enunciado con mayúscula, será decisiva para dejar constancia de la hondura del temple espiritual de Henry David Thoreau y, también, de su sintonía con la gran tradición metafísica de la que bebe. El sabio de Walden dedicará las últimas páginas de Musketaquid[1] a indicar una esfera que transciende la contemplatio naturalis y el reino del ser. Según su criterio el Silencio será el rompeolas que indican las palabras más excelsas haciéndolas enmudecer; esa esfera de la que nada cabe decir, en la que toda representación humana debe ser dejada de lado y de la cual la creación constituye su manifestación visible. La propia capacidad de silencio, del mismo modo a como sucedía con la contemplatio naturalis, será el reverso que prepare y convoque. Con todo, en el brindarse del gran Silencio todo será gratuidad de ahí que no dependa de acción o disposición humana alguna. Gratuidad que se brinda y acogimiento del hombre enmudecido a un Misterio sin forma que acoge toda forma. De este modo el propio enmudecimiento quedará completamente transcendido en el desvelarse enmudecedor de ese Gran Silencio.

Sobre el Silencio y su manifestación es más que notable la belleza de lo afirmado por Thoreau: “la creación no ha suplantado al Silencio sino que constituye su ordenación visible. Todos los sonidos son sus siervos y sus proveedores y no solo proclaman que su Señor es sino que es un Señor incomparable al que hay que buscar con gran tesón… Están tan vinculados al Silencio (los sonidos) que no son más que burbujas en su superficie que estallan de inmediato como prueba de la potente y fértil corriente submarina[2]”. Thoreau continuará su bella y orientada reflexión precisando que el entrechocar de esas burbujas que burbujean en la superficie del Silencio oceánico solo proclama una melodía armoniosa y absolutamente pura... Toda una lección de teología negativa y de su engarce con el plano de lo simbólico la del sabio de Walden. Por eso el Silencio será esa fons et origo totius –fuente y origen de todo-, que decían los padres de la Iglesia, del que nada cabe decir, irrepresentable e inefable; el más allá del ser al que Platón llama Bien por remitirse toda plenitud a tal esfera de transcendencia; la Unidad a la que Platón se refiere en el Parménides en tanto que significa la esfera de unificación de todo lo real; la Divina Tiniebla de Dionisio Aeropagita y de la teología negativa cristianocatólica… Más allá del ser esa potencia creadora infinita, transcendente respecto de toda forma. De este lado el ser del Silencio expresando su música y sus notas, las burbujas mecidas por el océano, las olas y su melodía…

Atendamos al realismo visionario de Thoreau y a su contemplatio naturalis -la visión iluminada es la que revela las cosas tal cual son- bien lejos de todo barroquismo visionario, a la significación metafísica de ese gran Silencio como denominador de toda la estructura ontológica, a la distinción que hace entre realidad y apariencia, a su modo de entender la iniciación como una iniciación a lo real y al ser que vendría a enhebrarse en una percepción intelectual de orden inteligible... Chesterton, del mismo modo que hace con William Blake, no dudaría en adjudicarle con sentido una vecindad estrecha con el cristianismo católico[3] y con su tradición metafísica. Por otro lado también se hace evidente su cercanía con lo más granado del puritanismo en su modo de entender el dominio de sí como perfección moral –aunque no por ello dejará de entenderlo como una ascética y no como un fin en sí mismo; lo que matiza ese puritanismo-. Al tema del dominio de sí y del cuerpo, al de los sentidos y al de la percepción intelectual dedicaré la próxima entrada centrada en Thoreau que será la última de la serie.

Más allá del debate, por lo demás interesante, sobre sus filiaciones religiosas y su sensibilidad espiritual, queda el amor que se reveló a Thoreau, la verdad que le fue desvelada y la memoria de sí que promovió. Esta es mi hora natal,/ ahora estoy en la flor de la vida./No pondré en duda el amor inmenso/ que me cortejó de joven,/ que me corteja de viejo/ y que me ha traído hasta esta noche”[4] nos dirá Thoreau. Un amor que se desgrana en esa contemplatio naturalis y en el acogimiento de lo humano a ese más allá del ser infinito y sin forma, un amor que apunta a “una verdad y una belleza absolutas”[5], un amor que se brinda en los ritmos y el latido de la naturaleza, en la sinfonía sublime de las armonías musicales del cosmos “produciendo una melodía más completa e intensa que cualquiera de las producidas con sonidos mortales” [6]. Tal será el amanecer del alma para Thoreau que no será sino la Primavera de la creación y de la vida, esa edad de Oro que arraiga en el mismo caos y que renueva su brindarse todos los años y en toda las Primaveras como si de una liturgia de la luz se tratara. “En una agradable mañana de Primavera quedan perdonados todos los pecados de los hombres” nos dirá el sabio de Walden. Thoreau, un pensar de la amanecida, un pensar primaveral que proclama la buena nueva además de su propia hondura y calado espiritual.


[1] Henry David Thoreau. Musketaquid. errata naturae Ed, pg 362 y ss.
[2] Ibid, pg 363
[3] Además de esta intensa vecindad con la metafísica tradicional, en relación al catolicismo, conocemos su proyecto de viaje a Roma y sus lecturas de los padres de la iglesia, especialmente de San Agustín. No deba ser algo que nos extrañe en un romántico a poco que consideremos el retorno a la metafísica tradicional, encantada desde la poética y la apertura a la belleza, propuesto por lo más granado del primer romanticismo. Ejemplo de lo dicho será el filocatolicismo del circulo de Jena.
[4] Henry David Thoreau. Musketaquid. errata naturae Ed, pg 165
[5] Henry David Thoreau. Musketaquid. errata naturae Ed, pg 168
[6] Ibid, pg 167


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