Viernes 17
Paso la mayor parte del día encerrado en mi refugio, mientras intento concentrarme en la escritura de mi siguiente libro y disfruto de la chimenea, a la que, al caer el sol, dedico más tiempo del que debería por puro placer. Me gusta preparar bien la leña, disponerla con cierto orden para encender la yesca, dejar los maderos sobre el hierro ya caliente antes de añadir otro a la hoguera para que prenda enseguida y así la temperatura se mantenga constante, pero sobre todo mirar la viva danza del fuego con la misma fascinación con la que uno contempla el oleaje del océano. Supongo que es un instinto primordial, heredado de nuestros albores en la caverna, pero el poder evocador de un buen fuego se multiplica en los largos días de invierno, igual que un oasis, que no deja de ser una simple balsa de agua con algo de verde y sombra alrededor, se convierte en el paraíso después de una travesía bajo el sol del desierto. Cada día salgo a dar un corto paseo por la finca, apenas el tiempo justo para estirar las piernas, respirar el aire de marzo y bajar el café, pero hoy he preferido improvisar una caminata más larga y he trazado un círculo entre el molino, los campos y el pueblo. En varios cruces y lindes de los caminos he visto unos pilares con hornacina e imaginería católica, los peirones, una suerte de versión local de los cruceiros gallegos. Entre sembrados y unas horribles naves agrícolas, esos hitos anuncian y recuerdan el enorme peso que tuvo y hoy apenas retiene la religión en esta zona, donde el campanario de cada iglesia, como un faro mudo de piedra, marca la posición de su pueblo entre las ondulaciones del paisaje. En Hinojosa, además de una capilla dedicada al «santico» local, un misionero dominico que se fue a predicar a Filipinas en el siglo xviii y acabó martirizado en China, hay una bonita y curiosa ermita de planta octogonal dedicada a la muy aragonesa Virgen del Pilar. Bien cuidada, casi coetánea del célebre paisano y con aires barrocos, contrasta con otra, más austera y apartada, pero también más carismática y muy sugerente, a medio camino entre el pueblo y el molino. Antes de volver a casa, me he detenido un buen rato junto a ella, justo cuando comenzaba la puesta de sol, y me he fijado en los cinco cables de alta tensión que casi parecían dibujarse en el aire sobre la propia ermita. Como siempre que camino o miro las cosas en cierto estado de atención meditativa ―mi otra y más profunda manera de escribir cuando el resto del mundo cree que «no escribo»―, la metáfora parecía esperar a que yo pasara por allí: bajo el pentagrama sin notas de la tecnología a cualquier precio, un solitario templo sin fieles. Al pie de una página en blanco y sin música, el silencio de Dios. Y, a pesar de una y otro, la limpia sensación de plenitud entre la vasta bóveda del cielo y la línea del horizonte me ha bastado para no necesitar otra explicación a la belleza y, al retomar mi camino, me he acordado de aquella poderosa idea que Flaubert escribió en una carta y que Yourcenar citó como inspiración para sus Memorias de Adriano: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en el que sólo estuvo el hombre».
Domingo 19
Ayer fuimos a hacer la compra a otro pueblo, uno con mercado semanal cada sábado y varios comercios bien surtidos. Entre los puestos de la fruta, casi todos regentados por inmigrantes marroquíes, pegué la hebra con uno de ellos, el único que me sonrió con ganas al pagarle y darle las gracias en dariya por las fresas, los tomates y las manzanas. De repente la escena me hizo pensar en los miles de mercados en los que, durante siglos, se mezclaron saludos, cuentas y ofertas en castellano, catalán, árabe y sefardí por estas tierras. Hoy, de nuevo en mi celda monacal para que el domingo de escritura cunda, me asomo un instante a una de las dos ventanas de la cabaña, me fijo en las ramas llenas de bulbos blancos a punto de florecer de un árbol que ahora mismo, así, sin las flores aún abiertas ni más pistas, no sé distinguir entre almendro, manzano o peral, y me doy cuenta de que apenas faltan un par de días para la primavera. Como una alarma activada en ese reloj de madera viva y al margen de calendarios oficiales, algo me dice que sus flores brotarán justo en ese instante.
Martes 21
Hoy es mi último día en el molino de Damaniu y mi anfitrión me ha dejado trabajar un rato en el estudio de la casa grande. Como uno de aquellos decorados de papel de los antiguos teatrillos de marionetas, cada imagen se superponía a otra para crear la ilusión de un escenario ideal para el escritor que busca el silencio sanador y la soledad propicia: mi cuaderno y el portátil sobre el amplio escritorio lacado y, tras el escritorio, un amplio ventanal y, tras el ventanal, una reja de hierro, un balcón y una baranda, y tras la baranda, un jardín ganado al yermo y el primer manzano que hubo en la finca y, tras el manzano y el jardín, la pista de tierra por la que casi nunca pasa nadie, los sembrados resecos y un prado insumiso al monótono pardo con su rectángulo verde y, tras el prado, una hilera de chopos pelados por el invierno y, tras los árboles, la loma de un milenario poblado celtíbero del que mi anfitrión tomó el nombre para este lugar y, tras la loma de Damaniu, el perfil de los montes y la lámina clara del cielo. Absorto en esa profundidad de campo mientras tomaba estas notas, una abeja se ha colado por el ventanal y se ha quedado tranquila en un rincón para recordarme que, a pesar de la dureza del invierno y de la austeridad del paisaje, la vida porfía y se abre paso una y otra vez. Sólo hace falta dejarla un poco en paz, como a este escritor, que con un refugio y la calma justa es capaz de convertir el silencio en miles de palabras, igual que las abejas, que hacen de un puñado de polen recogido aquí y allá algo tan insólito como la miel. Hace muchos años que el agua ya no hace girar la rueda de este viejo molino, hoy ya convertido en guarida para lobos esteparios, soñadores y otros fugitivos del ruido, pero la muela del tiempo jamás se detiene. Los bosques del jurásico, prensados por millones de años bajo la corteza de un paisaje tras otro ―sólo nos pueden parecer inmutables a nuestra minúscula escala, pero cambian a una velocidad considerable para la cronología geológica―, se convirtieron en el carbón que dio de comer a las familias mineras de estas tierras durante décadas. Hoy el abandono y la sequía parecen ganar la partida, pero todo se renueva a una escala u otra y los humanos sólo somos el grano molido por esa rueda que no cesa. Si no las condenamos al hambre por abusar de una naturaleza que no nos pertenece, quizá las generaciones futuras puedan alimentarse también de lo que logremos sembrar, cosechar y moler con nuestros actos. Al salir de la casona noto otra luz y nuevos aromas en el aire. No me hace falta comprobar si han brotado o no las flores que desde hace días prometen estallar en blanco bajo mi ventana, porque todo a mi alrededor parece haber renacido como nunca, que es justo como lo hace siempre: con la audaz determinación de burlar a la muerte.
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