Thomas Wolfe
Foto de Stephanie MacLeod. |
La cabaña histórica y la superficie apartada donde la paz eludió al hijo literario de Asheville en el verano de 1937 pronto puede convertirse en un centro de conferencias para escritores.
La cabaña se conoce desde hace años como la 'Cabaña Wolfe', aunque Thomas Wolfe trabajó allí solo brevemente. Fue construido alrededor de 1924 por la familia del dibujante Max Whitson, un amigo de la universidad de Wolfe. Whitson le ofreció el uso del lugar rústico a Wolfe cuando regresó a Asheville después de publicar dos novelas. Sin embargo, tanta gente quería visitar al famoso novelista que no pudo escribir mucho. Sería su última visita a Asheville. (...)
La cabaña Thomas Wolfe en East Asheville, donde el famoso autor Thomas Wolfe pasó el último verano de su vida en 1937.Cortesía de la ciudad de Asheville.
ASHEVILLE - Fue un santuario rural para el famoso autor de Asheville Thomas Wolfe, el sitio de su primer regreso a la ciudad después de escribir "Mira a casa, Ángel" y el último antes de su muerte en 1938. (...)
Wolfe, autor de cuatro novelas que incluyen "No puedes volver a casa", se quedó en la cabaña durante el verano de 1937. Publicó "Look Homeward, Angel" en 1929, y se mantuvo alejado de su ciudad natal hasta ese verano cuando su amigo Max Whitson le ofreció la pequeña cabaña en Oteen como un lugar apartado para escribir y visitar amigos. (...)
(...) En una carta ese año a su hermano Fred, Wolfe describió su necesidad de aislamiento de los residentes de la ciudad.
"Si esto es así, creo que debería encontrarlo como un buen lugar para vivir y trabajar, si muchas personas no comienzan a salir y me hacen visitas casuales e inesperadas", escribió. (...)
Thomas Wolfe: la escritura o la muerte
Se cumplen 80 años del fallecimiento del prolífico autor, considerado uno de los más influyentes de su generación.
Luis H. Goldáraz
Su vida fue una secuencia de imágenes, acontecimientos y sensaciones jalonadas por impresiones vivísimas, que quedaron grabadas con la fuerza de un hito en el imperturbable carril de su prodigiosa memoria. Así percibía su mundo y así se acercaba a la escritura: Abandonado al vendaval. Partiendo de sus recuerdos más nítidos, comenzaba a construir sus historias sin demasiadas pretensiones de arquitecto, pero con la incontrolable incontinencia a la que le abocaba esa fiebre creativa constante; un mal que le invadió en el preciso momento en el que se vio delante de un folio en blanco.
Thomas Wolfe no podía controlar sus ansias de narrar. Lo supo tal vez desde siempre, aunque en un principio intentase domar su verborrea acotándola entre los rígidos límites del género dramático. No funcionó. Como tampoco pudieron frenar esas ansias ni la vida ni sus obligaciones: trabajaba de día esperando impaciente al encuentro con la noche, que era cuando al fin podía reabrir las compuertas y sucumbir a la prosa. Su mundo narrativo partía siempre de un acontecimiento concreto, de un recuerdo personal, y pronto cogía velocidad y se perdía y se desbordaba. Se dice que su primera novela, El ángel que nos mira, se le apareció de repente en el papel, después de casi tres años de descargar su memoria.
Entonces ya se le habían amontonado miles de páginas, que después tuvieron que pasar por el exigente tamiz de un editor que acabaría salvándolo. Es bien conocida su intensa relación, y la honda repercusión que generaron el uno en el otro. También es famosa la tarea faraónica que realizaron juntos, podando y reescribiendo textos larguísimos, pero que habían sido concebidos con un afán de totalidad.
Porque en el fondo eso era lo que perseguía Wolfe. Quería plasmar mejor que nadie la esencia de su tiempo y de su sociedad. Ser el novelista de América, igual que Whitman había sido su poeta. La muerte lo sorprendió sin compasión hace ochenta años, después de que una neumonía se le complicase y acabase generando una infección que se le extendió al cerebro. Dejó dos obras maestras publicadas y otras dos sin editar. Más de 5.000 páginas y un proyecto inacabado que inspiró a toda una generación de novelistas. No llegó a cumplir los 38 años. Faulkner decía de él que era el mejor escritor norteamericano de su tiempo, más audaz que él mismo, y Sinclair Lewis no desaprovechó la oportunidad de reconocer la calidad de su primera novela —la única que había publicado en ese momento— cuando subió a recoger el Nobel de Literatura. Con esos antecedentes, y conociendo su caso, se hace inevitable imaginar qué más hubiese surgido si el caudal no se hubiese desbordado; si la muerte no hubiese aparecido aquel fatídico 15 de septiembre de 1938 y, de alguna manera, el creador insaciable nunca hubiese dejado de escribir.
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