El tema central de este Blog es LA FILOSOFÍA DE LA CABAÑA y/o EL REGRESO A LA NATURALEZA o sobre la construcción de un "paradiso perduto" y encontrar un lugar en él. La experiencia de la quietud silenciosa en la contemplación y la conexión entre el corazón y la tierra. La cabaña como objeto y método de pensamiento. Una cabaña para aprender a vivir de nuevo, y como ejemplo de que otras maneras de vivir son posibles sobre la tierra.

viernes, 10 de marzo de 2023

Residencia de escritores Molino de Damaniu









Diario de su estancia en el Molino de Damaniu


Diarios 2023

Sergi Bellver



Hinojosa de Jarque, Teruel. Lunes 13


Ayer tardé lo mismo en viajar en tren de Barcelona a Zaragoza y en tomarme un lento café en la estación que lo que luego me llevó bajar de la capital aragonesa a mi nuevo refugio prestado en la estepa turolense. La sensación de aislamiento y lejanía, tan grata como la soledad cuando uno la busca de veras, llega sin esfuerzo en este lugar, donde no sólo es una cuestión de espacio, sino también temporal, pues aquí cada hora parece un poco más larga que la anterior y uno intuye que hasta los años se han de dilatar de un invierno a otro. Al menos es lo que he pensado esta mañana temprano, tras mi primer amanecer en el molino de Damaniu, varado en medio de la llanura como uno de esos barcos erguidos sobre el polvo en el extinto mar de Aral. Aquí, sin embargo, el esfuerzo y el tesón de su dueño y mi anfitrión no es testimonio mudo de una desaparición, sino una baliza luminosa que insiste en darle rostro y dimensión humana a un entorno cada vez más despoblado. Un empeño que, por loable que resulte, revela el deseo arcano de nuestra especie por perdurar a toda costa en un planeta sin memoria ni voluntad. Una obra a la que nunca le ha hecho falta nuestra firma. El paisaje, así sea el desierto, jamás está vacío. La naturaleza, por austera que parezca, no nos necesita. Somos un verso suelto e inconexo en una suite que ya era perfecta sin nosotros. Si hay algún dios, debe de ser un poeta bastante mediocre por habernos creado. Esta convicción, sin embargo, se tambalea en mi interior al contemplar ciertas obras de arte y ciertas sonrisas, aun cuando estatuas y personas ni siquiera me devuelvan la mirada. Sólo entonces, al dudar de todo una vez más y ver también belleza en la condición humana, pienso que podemos añadir alguna estrofa digna al eterno poema.


Miércoles 15

Llevo unos días en una «cabaña» anexa al molino que Agustí, otro catalán trotamundos, restauró hace años en la soledad del páramo turolense, muy cerca de uno de los pueblos de la cuenca minera pero demasiado lejos de casi todo. Por esta versión extrema de «la España vacía» sólo parecen pasar el olvido y el desdén, colgados sobre el horizonte entre las torres de alta tensión y los generadores de energía eólica, que ayudan a mantener ocupadas y limpias las conciencias urbanitas pero destrozan algo más que la piel y la salud del paisaje rural. Además, la sequía empieza a ser preocupante y, a pesar del frío, el invierno ha sido avaro, no queda ni un brochazo de nieve en el perfil de las colinas y ni siquiera hay escarcha matinal que le dé un respiro a la tierra. No sé cuánto tiempo podré quedarme en esta «pequeña Siberia» agostada, pues se me han complicado la agenda de trabajo y otros planes que tenía para la primavera en ciernes, por lo que tal vez deba renunciar de momento a mi búsqueda de retiro creativo, dejar mi siguiente manuscrito en barbecho y mudarme al zumbido de asfalto de Madrid mucho antes de lo que pensaba. Pase lo que pase, al menos podré llevarme de este lugar una tonelada de silencio, ese combustible tan escaso como valioso con el que luego puedo seguir siempre mi camino a través de todo el ruido del mundo.


Viernes 17

Paso la mayor parte del día encerrado en mi refugio, mientras intento concentrarme en la escritura de mi siguiente libro y disfruto de la chimenea, a la que, al caer el sol, dedico más tiempo del que debería por puro placer. Me gusta preparar bien la leña, disponerla con cierto orden para encender la yesca, dejar los maderos sobre el hierro ya caliente antes de añadir otro a la hoguera para que prenda enseguida y así la temperatura se mantenga constante, pero sobre todo mirar la viva danza del fuego con la misma fascinación con la que uno contempla el oleaje del océano. Supongo que es un instinto primordial, heredado de nuestros albores en la caverna, pero el poder evocador de un buen fuego se multiplica en los largos días de invierno, igual que un oasis, que no deja de ser una simple balsa de agua con algo de verde y sombra alrededor, se convierte en el paraíso después de una travesía bajo el sol del desierto. Cada día salgo a dar un corto paseo por la finca, apenas el tiempo justo para estirar las piernas, respirar el aire de marzo y bajar el café, pero hoy he preferido improvisar una caminata más larga y he trazado un círculo entre el molino, los campos y el pueblo. En varios cruces y lindes de los caminos he visto unos pilares con hornacina e imaginería católica, los peirones, una suerte de versión local de los cruceiros gallegos. Entre sembrados y unas horribles naves agrícolas, esos hitos anuncian y recuerdan el enorme peso que tuvo y hoy apenas retiene la religión en esta zona, donde el campanario de cada iglesia, como un faro mudo de piedra, marca la posición de su pueblo entre las ondulaciones del paisaje. En Hinojosa, además de una capilla dedicada al «santico» local, un misionero dominico que se fue a predicar a Filipinas en el siglo xviii y acabó martirizado en China, hay una bonita y curiosa ermita de planta octogonal dedicada a la muy aragonesa Virgen del Pilar. Bien cuidada, casi coetánea del célebre paisano y con aires barrocos, contrasta con otra, más austera y apartada, pero también más carismática y muy sugerente, a medio camino entre el pueblo y el molino. Antes de volver a casa, me he detenido un buen rato junto a ella, justo cuando comenzaba la puesta de sol, y me he fijado en los cinco cables de alta tensión que casi parecían dibujarse en el aire sobre la propia ermita. Como siempre que camino o miro las cosas en cierto estado de atención meditativa ―mi otra y más profunda manera de escribir cuando el resto del mundo cree que «no escribo»―, la metáfora parecía esperar a que yo pasara por allí: bajo el pentagrama sin notas de la tecnología a cualquier precio, un solitario templo sin fieles. Al pie de una página en blanco y sin música, el silencio de Dios. Y, a pesar de una y otro, la limpia sensación de plenitud entre la vasta bóveda del cielo y la línea del horizonte me ha bastado para no necesitar otra explicación a la belleza y, al retomar mi camino, me he acordado de aquella poderosa idea que Flaubert escribió en una carta y que Yourcenar citó como inspiración para sus Memorias de Adriano: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en el que sólo estuvo el hombre».


Domingo 19

Ayer fuimos a hacer la compra a otro pueblo, uno con mercado semanal cada sábado y varios comercios bien surtidos. Entre los puestos de la fruta, casi todos regentados por inmigrantes marroquíes, pegué la hebra con uno de ellos, el único que me sonrió con ganas al pagarle y darle las gracias en dariya por las fresas, los tomates y las manzanas. De repente la escena me hizo pensar en los miles de mercados en los que, durante siglos, se mezclaron saludos, cuentas y ofertas en castellano, catalán, árabe y sefardí por estas tierras. Hoy, de nuevo en mi celda monacal para que el domingo de escritura cunda, me asomo un instante a una de las dos ventanas de la cabaña, me fijo en las ramas llenas de bulbos blancos a punto de florecer de un árbol que ahora mismo, así, sin las flores aún abiertas ni más pistas, no sé distinguir entre almendro, manzano o peral, y me doy cuenta de que apenas faltan un par de días para la primavera. Como una alarma activada en ese reloj de madera viva y al margen de calendarios oficiales, algo me dice que sus flores brotarán justo en ese instante.


Martes 21

Hoy es mi último día en el molino de Damaniu y mi anfitrión me ha dejado trabajar un rato en el estudio de la casa grande. Como uno de aquellos decorados de papel de los antiguos teatrillos de marionetas, cada imagen se superponía a otra para crear la ilusión de un escenario ideal para el escritor que busca el silencio sanador y la soledad propicia: mi cuaderno y el portátil sobre el amplio escritorio lacado y, tras el escritorio, un amplio ventanal y, tras el ventanal, una reja de hierro, un balcón y una baranda, y tras la baranda, un jardín ganado al yermo y el primer manzano que hubo en la finca y, tras el manzano y el jardín, la pista de tierra por la que casi nunca pasa nadie, los sembrados resecos y un prado insumiso al monótono pardo con su rectángulo verde y, tras el prado, una hilera de chopos pelados por el invierno y, tras los árboles, la loma de un milenario poblado celtíbero del que mi anfitrión tomó el nombre para este lugar y, tras la loma de Damaniu, el perfil de los montes y la lámina clara del cielo. Absorto en esa profundidad de campo mientras tomaba estas notas, una abeja se ha colado por el ventanal y se ha quedado tranquila en un rincón para recordarme que, a pesar de la dureza del invierno y de la austeridad del paisaje, la vida porfía y se abre paso una y otra vez. Sólo hace falta dejarla un poco en paz, como a este escritor, que con un refugio y la calma justa es capaz de convertir el silencio en miles de palabras, igual que las abejas, que hacen de un puñado de polen recogido aquí y allá algo tan insólito como la miel. Hace muchos años que el agua ya no hace girar la rueda de este viejo molino, hoy ya convertido en guarida para lobos esteparios, soñadores y otros fugitivos del ruido, pero la muela del tiempo jamás se detiene. Los bosques del jurásico, prensados por millones de años bajo la corteza de un paisaje tras otro ―sólo nos pueden parecer inmutables a nuestra minúscula escala, pero cambian a una velocidad considerable para la cronología geológica―, se convirtieron en el carbón que dio de comer a las familias mineras de estas tierras durante décadas. Hoy el abandono y la sequía parecen ganar la partida, pero todo se renueva a una escala u otra y los humanos sólo somos el grano molido por esa rueda que no cesa. Si no las condenamos al hambre por abusar de una naturaleza que no nos pertenece, quizá las generaciones futuras puedan alimentarse también de lo que logremos sembrar, cosechar y moler con nuestros actos. Al salir de la casona noto otra luz y nuevos aromas en el aire. No me hace falta comprobar si han brotado o no las flores que desde hace días prometen estallar en blanco bajo mi ventana, porque todo a mi alrededor parece haber renacido como nunca, que es justo como lo hace siempre: con la audaz determinación de burlar a la muerte.



http://www.sergibellver.com/p/biografia.html

https://paginaenblancoynegro.wordpress.com/


viernes, 25 de marzo de 2022

La cabaña desde todos sus ángulos

martes, 22 de marzo de 2022

Aisladas por pura rebeldía

Página /12

Aisladas por pura rebeldía
A lo largo de la historia, ha habido mujeres que eligieron el encierro para desembarazarse del deber-ser que imponía la sociedad y ser genuinamente libres, sacándole provecho a una reclusión que les permitió dar rienda suelta a notables obras, desde poesías y novelas hasta canciones y pinturas. A continuación, algunas historias de confinamiento de ilustres como Mina, Patricia Highsmith, sor Juana Inés de la Cruz…

17 de abril de 2020 




“Hace unos días, la cantante italiana Mina cumplió 80 años. En estricto confinamiento. Y no solo por las circunstancias globales. La reclusión, a Mina, le viene de lejos. De tan lejos que estas últimas semanas ha corrido un meme por toda Italia en el que se podía leer: ‘Mina no sale de casa desde el 23 de agosto de 1978. Mina es inteligente ¡Sé como Mina!’”. Así recuerda un reciente artículo del diario El País a una de las mujeres más célebremente recluidas de la historia, superdiva de la canción italiana que hizo bomba de humo al confinarse en su casa de Suiza a fines de los 70, tras padecer años y años de persecución mediática. “Uno de sus primeros éxitos, Il cielo in una stanza, ya marcaría lo que sería una constante en su carrera: el escándalo. La interpretación del tema que, claramente, alude a una relación sexual, y encima interpretada, y de qué manera, por una mujer, levanta tal polvareda que la canción llega a ser censurada”, ofrece la mentada nota. Y recuerda cómo, cuando en el ’63 Mina viaja a UK para dar a luz, los paparazzi anuncian ¡horrorizados! que la criatura es fruto de un romance prohibido con el actor Corrado Pani. Poco importaba que el hombre estuviera separado: L’Osservatore Romano la tilda de “pecadora pública”, la RAI la veta por años… El calvario continúa para la Tigresa de Cremona, a la que no le pierden rastro. En el ’78, agotada, da su último concierto y, desde entonces, se recluye definitivamente en Lugano, Suiza, donde se ha dejado ver a cuentagotas. En 2001, por caso, cuando abrió las puertas de su estudio de grabación en una transmisión streaming a la que trataron de acceder 50 millones de personas en simultáneo. Es que de tan inmarchitable su popularidad, hace poco reclamaba el pueblo tano que la misteriosa dama fuera elegida senadora vitalicia… Indómita y sin soltar nunca la toalla, ha estado presente a través de sus canciones: saca prácticamente un disco por año experimentando con el sonido que le dé la gana, sea jazz, pop, ópera, electrónica… “Dejándose ver en esas fastuosas portadas repletas de ironía”, destaca la periodista ibérica Blanca Lacasa: “como la cabeza de un mono en la portada del álbum Selfie, o esa tapa en la que su cabeza aparece incrustada en el cuerpo de un culturista, o aquella en la que se convierte en Gioconda, o esa otra en la que enseña desafiante los dientes. Por no hablar de una en la que aparece obesa respondiendo con sorna a todas esas teorías que achacaban su encierro a un aumento de peso”.




La reina del suspense. Suiza fue también el destino elegido por Patricia Highsmith, que pasó sus últimos años en Tegna, sobre el valle de Maggia, en relativa reclusión. Fastidiada por lo “descarnado y tedioso” de su Estados Unidos natal, vivió en Italia, Reino Unido y Francia previo a anclar definitivamente en este petit pueblo de apenas 200 habitantes, donde encontró refugio en una casita blanca con jardín. Celosa a ultranza de su privacidad, allí cultivó plantas, construyó sus propios muebles de madera, practicó la cría de caracoles… cuya compañía valoraba más que la humana. Siempre rodeada de gatos, como su querida Charlotte, amenizaba sus horas leyendo el Herald Tribune, pintando, escribiendo en su diario, escuchando música clásica. Y manteniendo, claro, una dieta regular… a base de whisky, cerveza y dos atados de cigarrillos sin filtro al día. “Gracias a su aislamiento, su mente no estaba contaminada por la moda, los convencionalismos o las inhibiciones”, dijo una voz amiga sobre la huraña mujer, que era más afín al intercambio epistolar que a la vida social activa, porque –según afirmaba- iba en desmedro de su creatividad. “Mi imaginación funciona mucho mejor cuando no tengo que hablar con la gente”, afirmó en cierta ocasión la sobresaliente renovadora del género negro, creadora del talentosísimo Señor Ripley (de los asesinos que acuñó, su favorito), de Extraños en un tren… Y de la preciosa, rompedora Carol, esa historia de un amor arrebatado entre dos mujeres en los 50s que fue recibida con condescendencia y pacatería por la crítica de la época, pero con hondo agradecimiento por el público.




Una poeta sin par. Qué miopes, por favor, ciertos ojitos revisionistas al querer imponer su anacrónica mirada contemporánea sobre la excepcional poeta Emily Dickinson para tildarla de puritana ¡Justo a ella!, que se mostraba reacia a los dogmatismos religiosos, a la figura de un Dios todopoderoso, a la egomanía… Dedicarse en cuerpo y alma a la poesía requería un voto de concentración y aislamiento que, con devoción, ella tomó a voluntad; haciendo consciente corte de manga a lo que la sociedad del siglo 19 esperaba de una mujer: que fuera madre, esposa, criatura social. Social fue, en sus propios términos, favoreciendo misivas para intercambiar con sus seres queridos: cartas como rompecabezas, notas breves como tuits, poemas como obsequios que hacían las delicias de su círculo de amigos. Con los que comparte, dicho sea de paso, su profundo humanismo, aboga por un acceso equitativo a la educación… Ojo, su exilio a puertas cerradas en la casa familiar fue progresivo, no se dio de la noche a la mañana- ¿De qué otro modo sino con tiempo y dedicación, en soledad, hubiera podido terminar a la tierna edad de 15 el bellísimo herbario donde preservó meticulosamente flores y plantas de su Amherst natal, recogiendo cientos de especies con sensibilidad y mimo? El encierro no fue, para ella, privación: fue ejercicio de una autonomía y fortaleza singulares, como singulares fueron sus poesías. “Podría estar más sola… sin mi soledad”, uno de sus versos, por demás representativo.




La adolescente resiliente. “Ríete de todo y olvídate de todos. Suena egoísta, pero es la única cura para los que sufren de autocompasión”. “A largo plazo, el arma más afilada es un espíritu amable y gentil”. “No pienso en la miseria sino en la belleza que aún permanece”. Que tan esperanzadoras frases pertenezcan a una chica de 13, 14 años ya es sorprendente; que hayan sido escritas durante un aislamiento forzado de más de 2 años las vuelven extraordinarias, sin más, por su madurez, la ausencia de resentimiento, su claridad. Obvio es decir que pertenecen a Ana Frank, que escribió en “la casita de atrás” -escondite de Ámsterdam donde trató de ocultarse de los nazis junto a su familia- su celebérrimo Diario: una libreta con tapas de tela que bautizó Kitty y rehízo en el ’44, tras oír en la radio que testimonios en primera persona serían recopilados tras finiquitar la Segunda Guerra Mundial. En estos días en los que se cumplen 75 años de su muerte en el campo de concentración Bergen-Belsen, sí que es un amparo repasar las edificantes letras de una muchacha que, en el peor escenario posible, no eligió recluirse pero igualmente mantuvo altos los ánimos. Por cierto: en un intento por acercar su figura al público más mocete, la Casa Museo Ana Frank ha convertido a esta icónica cronista del Holocausto en… youtuber, lanzando muy recientemente en formato videoblog una serie de 15 episodios que, a partir de extractos, traduce al visual sus vivencias y puede verse online.




La mujer de los lunares infinitos. Salvo que tenga que viajar para hacer acto de presencia en alguna retrospectiva o deba dar una interviú a cuento de alguna muestra, la rutina de Yayoi Kusama -la artista viva mejor cotizada del mundo- se mantiene prácticamente incólume desde la década del 70s: amanecer cada día en el instituto mental donde vive desde hace décadas, caminar diez minutos hasta su estudio, trabajar con su equipo unas 10 horas por día, seis días a la semana, “tejiendo” sus famosas “redes infinitas”; volver al hospital que es, por propia elección desde 1973, su casa. Como recupera la periodista Leticia García en un reciente artículo de la web Smoda, ese año tuvo Yayoi inquietante episodio alucinatorio: “Un día estaba mirando el estampado de flores rojas de un mantel. Y, de repente, lo vi también cuando miré al techo, cubría las ventanas, todo el cuarto. Hasta a mí misma. Me asusté, sentí que comenzaba autodestruirme”. No fue el primero, conforme relata la periodista: “Padecía desde niña un trastorno obsesivo compulsivo y utilizaba el arte para canalizar la neurosis provocada tanto por su entorno familiar (su madre la obligaba a espiar a su padre y a su larga lista de amantes para mantenerla al corriente), como por los horrores perpetrados por la II Guerra Mundial (tenía 16 años cuando estallaron las bombas atómicas)”. Si ese momento marcó un antes y un después que catapultó el retorno a su Japón natal fue porque -tras intentar abrirse camino en la escena arty neoyorkina sin demasiada suerte- había enfermado de depresión tras la muerte de su amigo y mentor Joseph Cornell. Ergo la decisión de ingresar poco tiempo después al hospital psiquiátrico Seiwa, en Tokio, donde planta definitivas raíces, creando obras donde ha sabido canalizar obsesión y acumulación en piezas donde la repetición casi compulsiva sigue patrones rítmicos.





La monja jerónima. “Vivir sola… no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”, anotó Sor Juana Inés de la Cruz desde su celda del convento de la Orden de San Jerónimo, donde tomó votos perpetuos a los 19 y allí permaneció el resto de su días. Liberadora opción para esta brillante muchacha del 1600s que perseguía irrenunciable vocación por el estudio: si la universidad no estaba en las cartas para las mujeres, quedaba el claustro para que la prodigiosa y precoz Juana (que según se cuenta, aprendió a leer y escribir con apenas 3 añitos y a los 8 ya se había mandado su primera loa eucarística) despuntase el vicio por el conocimiento. Teología, astronomía, pintura, lenguas, filosofía; de todo estudió esta monja jerónima que amasó una nutricia biblioteca con más de 4 mil tomos y, como escritora, abordó desde poesía hasta teatro, desde opúsculos filosóficos hasta estudios musicales; también villancicos. En ocasiones, despertando tirria de la cúpula eclesiástica, que veía con recelo que una religiosa se ocupara de temas demasiado… terrenales. Que se dedique a rezar y cocinar, le dijeron; y ella respondió sin cortarse medio pelo: “Bien se puede filosofar y aderezar la cena”. Defensora del derecho de la mujer a la educación, entre sus obras más conocidas destacan Los empeños de una casa, El divino Narciso o Neptuno alegórico, que creó durante el Barroco, confinada, en territorio mexicano. Entre los versos más famosos de esta poeta, una de las voces más importantes del Siglo de Oro: “Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis”. O bien: “En perseguirme, Mundo, ¿qué interesas? / ¿En qué te ofendo, cuando solo intento / poner bellezas en mi entendimiento / y no mi entendimiento en las bellezas?”. Ni qué decir de… “Óyeme con los ojos, / Ya que están tan distantes los oídos, / Y de ausentes enojos / En ecos de mi pluma mis gemidos; / Y ya que a ti no llega mi voz ruda, / Óyeme sordo, pues me quejo muda”.


https://www.pagina12.com.ar/260225-aisladas-por-pura-rebeldia


domingo, 20 de marzo de 2022

Una iniciativa de repoblación


Eloi Renau, el único habitante de Àrreu, un pueblo al que ni llegan las carreteras. Marc Solanes


El insólito proyecto de Eloi, el único habitante de Àrreu, un pueblo al que no llegan ni las carreteras
Esta aldea del Pirineo catalán resurge gracias al barcelonés tras 40 años abandonada. La ausencia de carreteras condujo a su despoblación en 1981.

20 marzo, 2022

Año 1981. La familia Golet abandona definitivamente su casa, la última que todavía quedaba habitada en el pueblo. Tras este último abandono, Àrreu queda oficialmente deshabitado tras varios centenares de años de historia. Mientras tanto, una importante actividad ganadera en los siglos XIX y XX e incluso la reconstrucción completa del pueblo tras ser engullido por un alud en 1803. Ahora, Eloi Renau ha decidido emprender él solo un proyecto de repoblación para recuperar el arte de la artesanía antigua y demostrar que una vida más sostenible, equilibrada y consciente es posible. “No pretendo ser un ejemplo para nadie. Simplemente quiero llevar a cabo el proyecto de vida que siempre he tenido en mente”, explica con rotundidad.

Uno de los principales motivos por los que Àrreu se quedó definitivamente sin habitantes fue la ausencia de una carretera que permitiera el acceso en vehículo. De hecho, hoy en día todavía no la hay. La única manera de llegar es a través de lo que pretende ser una especie de pista forestal que se empezó a construir en 2019 y que ni siquiera conduciendo un todoterreno resulta fácil de sortear. “El ayuntamiento hace más de dos años que debería haber construido una carretera asfaltada en condiciones. Dejaron el proyecto a medias e incluso la pista que prepararon se está viniendo abajo”, explica su único habitante.

El crecimiento exponencial a mediados del siglo pasado de la red de carreteras pirenaicas condenó el futuro del pueblo. Mientras el resto de municipios vecinos quedaban perfectamente conectados con las carreteras más importantes de la zona, Àrreu empezó su declive al no contar con ninguna vía de acceso en condiciones. La falta de infraestructuras sería lo que acabaría sentenciando la vida del pueblo para siempre.

En 1981, la familia Golet, la última que habitaba Àrreu, abandonó el pueblo. M. S

Pero, aunque parezca imposible, esta no es la primera vez que se intenta repoblar este recóndito enclave pirenaico. Ya a mediados de los años 90, tres jóvenes de entre 20 y 25 años iniciaron un proyecto de repoblamiento que acabaría frustrándose en poco más de tres años. Eloi estaba entre ellos. La última en abandonarlo fue Demon, allá por 1998, tras casi cuatro años viviendo completamente sola.

“Por entonces era mucho más complicado. No había ni siquiera una pista por donde subir en todoterreno. Teníamos que subir todo a cuestas. La comida, el pienso de los animales, las bombonas de butano... fue realmente duro. Por entonces sí que estábamos verdaderamente aislados del mundo”, explica Eloi a EL ESPAÑOL. Los jóvenes acabarían dejando el pueblo por varias razones, pero la salida de Demon se vio precipitada a raíz del anuncio de Baqueira Beret de extender sus instalaciones al Valle de Àrreu. La Unión Europea, finalmente, acabaría bloqueando el proyecto.
Carpintero y artesano

Renau se dedica ahora a la carpintería y artesanía tradicionales. Este mes de marzo se cumplen dos años desde que inició el último proceso de repoblación del pueblo. A finales de 2019 decidió comprar una casa y varios terrenos con los ahorros que tenía y, a partir del mes de marzo del año siguiente, empezó la mudanza. El traslado coincidió con el primer confinamiento, el más severo de todos, un hecho que agravó todavía más los inicios de un proyecto ya de por sí muy complicado.


Eloi Renau se dedica ahora a la carpintería y artesanía tradicionales. M. S.


Antes vivía en un pueblo cerca de Sort, a poco más de 40 kilómetros, donde se dedicaba a trabajar la madera al modo tradicional tras haberse dedicado durante más de 20 años a los deportes de montaña. “Necesitaba un cambio de vida radical, poder implementar todo aquello en lo que creo de forma completa. Aquí lo tengo todo: bosques, montaña, animales y tiempo. ¿Qué más puedo pedir?”.

Situado a 1.251 metros de altitud, este pequeño enclave de montaña situado al extremo norte de la provincia de Lérida desprende una calma y tranquilidad difíciles de encontrar en un Pirineo cada vez más explotado. La ubicación original de Àrreu se sitúa unos pocos metros más arriba. ¿El motivo? A principios del siglo XIX un alud arrasó con la mayoría de las casas y mató a 17 personas. Una verdadera tragedia para un pueblo que, por entonces, contaba con un total de 88 habitantes. A pesar de ello, los supervivientes decidieron levantarlo de nuevo con éxito.


Àrreu se sitúa a 1.251 metros de altitud, en las montañas del norte de la provincia de Lérida. M. S.


Aunque al principio se dedicaban fundamentalmente a la cría de caballos, acabarían siendo la producción de leche el motor económico del pueblo. Los ganaderos bajaban cada día andando hasta el cruce de la carretera, donde un camión recogía la leche. Media hora de bajada y lo mismo de subida. Lloviera, nevara o hiciera un sol de justicia en pleno verano. “Algunos de los antiguos pobladores me han explicado que el camino era tan accidentado que cuando llegaban abajo la leche parecía mantequilla”, explica Eloi entre sonrisas.
Nuevos cultivos y animales

Renau cuenta con varios huertos de frutas y hortalizas, un corral de gallinas y de patos, dos imponentes yeguas y dos perros de montaña, mezcla de mastín y pastor del pirineo. Cuando se levanta, lo primero que hace es dar de comer a los animales. “Aquí son lo más importante. Ellos son los verdaderos protagonistas de esta historia. Sin ellos sería imposible volver a las formas tradicionales de trabajo”, cuenta mientras acaricia el lomo de Aska, una de las yeguas.

La principal función de los caballos será arar la tierra y bajar los troncos de madera hasta el taller. Pero eso no será hasta que cumplan los cinco años, cuando lleguen a la madurez de su crecimiento. Ahora, con sólo dos años, podrían acabar destrozadas. “Es como si pones a un niño de diez años a cargar decenas de kilos cada día. Cuando llegue a la edad adulta, lo hará con graves problemas físicos”.


Renau acaricia a Aska, una de sus dos jóvenes yeguas. También, cuenta con otros animales como perros o gallinas. M. S.


El proyecto lo financia mediante sus ahorros y gracias a la venta de objetos y utensilios hechos con madera de nogal. El objetivo es acabar de construir su propia vivienda, ampliar el taller donde trabaja y alojar una pequeña tienda de intercambio delante de casa. “Me gustaría poder exponer allí todas mis creaciones para que la gente, de forma libre, las pueda comprar y depositar el dinero en una pequeña hucha sin necesidad de que yo esté presente. Un pequeño gesto de intercambio de confianza mutua”.
"Me encantaría tener vecinos"

Eloi deja muy claro que no se ha instalado en Àrreu para aislarse del mundo. Todo lo contrario. “Me encantaría tener vecinos. Ojalá viniera gente de todos lados que ejerciera otros oficios tradicionales y poder crear un proyecto comunitario”. De hecho, ese es su principal objetivo. Justo en la casa de al lado se instalará una pareja joven a partir del próximo verano, y los propietarios de otra de las viviendas adyacentes pasan cada vez más tiempo allí.

Según cuenta, se ha sentido muy acogido por los vecinos de los pueblos cercanos, e incluso le han ayudado en algunas tareas de reconstrucción. “Siempre de forma remunerada”, específica Renau, que no cree en el trabajo voluntario. “Ya he llegado a una edad en la que valoro de verdad lo que implica el trabajo”, sentencia.


Eloi Renau confiesa que en el futuro le gustaría que se establecieran más habitantes en Àrreu. M. S.


Aunque es originario de Barcelona, y “cuando eres de Barcelona siempre te consideran un forastero en cualquier lado”, Eloi dice que se siente parte de este lugar. “Es como si encajara, como si todo tuviera sentido. Aunque lleve poco tiempo aquí, me siento parte de todo esto”, concluye


https://www.elespanol.com/reportajes/20220320/insolito-proyecto-eloi-habitante-arreu-no-carreteras/658184579_0.html


Elogio de la cabaña

Elogio de la cabaña
La experiencia del confinamiento abre de repente la pregunta por las ‘actividades esenciales’, pudiendo experimentarse cierto gusto por una vivencia de retiro o retirada de las dinámicas cotidianas de ruido y estrés. Es lo que trata de estigmatizarse ahora como ‘síndrome de la cabaña’, como si no hubiese toda una lucidez en ese estado.

Si doy tantas vueltas para introducir lo que sigue, es solo para subrayar la producción del pensamiento como un chispazo en el que yo no tengo ningún protagonismo, no he hecho ningún esfuerzo más allá del de escuchar a mis amigos, prestar atención y escribir estas líneas en este momento.

Ahí va:

Una cabaña no es un edificio en el que poder recluirse. Una cabaña es una construcción.
Siguiendo la línea de pensamiento de Heidegger, construir es consecuencia del habitar. Es decir, no se construye algo para habitarlo, sino que la construcción es ese habitar. Se habita el espacio y en ese habitarlo la construcción acaece como su prolongación. El habitar antecede al construir y el construir no difiere en gran cosa del habitar.
La arquitectura es algo ajeno a la construcción.
La construcción solo podría afirmar la arquitectura como arquitectura vernácula como una no-arquitectura, esa que hace que un iglú no sea más que “la continuación por otros medios del viento glaciar, pero vuelto habitable”, como dicen desde el Consejo Nocturno en Un habitar más fuerte que la metrópoli.
Una cabaña es un uso del mundo (no una explotación del mundo).
La cabaña es una construcción, es decir, un habitar: una forma de vida.
Una cabaña como construcción no es un producto (un edificio) es una acción de cuidar. No existe cabaña sin su continuo re-hacerse, un volver a ella, que es, en última instancia, un volver a sí-mismx-en-la-tarea-de-construir/habitar.
Una cabaña está íntimamente ligada con la posibilidad de la auto-construcción, sin experticias oficialmente acreditadas, necesariamente.
Si una construcción es la prolongación del habitar, también es una prolongación del propio espacio: una cabaña es en la misma medida bosque y acción de habitar-construir ejercida por un cuerpo. La cabaña es la capacidad del cuerpo de habitar el bosque. Y recordemos que habitar/construir es cuidar, ergo: la cabaña no es la dominación del bosque, porque la cabaña es a la vez ese bosque también.
La cabaña es un encuentro, un continuo hacerse espacio-cuerpo. Contacto: verse-afectadx y afectar.
En este hacerse, ¿es posible la reclusión? ¿Se puede unx confinar en una cabaña? No: unx se puede emboscar en forma de cabaña, pero emboscarse difiere mucho de aislarse.
La cabaña es intimidad-exterioridad, espacio-cuerpo, cuidado-refugio, forma de vida, ¿cómo esconderse en una cabaña? Imposible.
Síndrome de lo hermético sería el nombre apropiado para afirmar una negación de la coyuntura, un aislamiento y atomización. La cabaña es radicalmente otra cosa.
La cabaña no es un síndrome, es una fisura.
La cabaña no niega ni aísla, la cabaña ocurre como potencia.


[…] él odiaba las palabras arquitecto o arquitectura, jamás decía arquitecto ni arquitectura y, si yo lo decía u otro decía arquitecto o arquitectura, replicaba enseguida que no podía escuchar las palabras arquitecto o arquitectura, esas dos palabras no eran más que deformidades, abortos verbales que un pensador no podía permitirse, y yo tampoco utilizaba jamás en su presencia, y luego tampoco ya en otras ocasiones las palabras arquitecto o arquitectura, también Holler se había acostumbrado a no utilizar las palabras arquitecto ni arquitectura, decíamos siempre, como el propio Roithamer, sólo constructor o construcción o arte de la construcción, el que la palabra construir era una de las más hermosas lo sabíamos desde que Roithamer nos habló al respecto, precisamente en la buhardilla en que me alojaba ahora […].

THOMAS BERNHARD, CORRECCIÓN


*Intuyo que Christopher Alexander en su El modo atemporal de construir apunta hacia cosas que arrojan luz a este respecto también, pero ahora, llena de excitación como estoy por pensar las cabañas tan repentinamente, no me sale hilarlo. Lo menciono por si alguien quiere indagar.

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domingo, 26 de diciembre de 2021

Un espacio para pensar

 

La cabaña del filósofo


Una cabaña en las montañas, el lugar imprescindible del pensador alemán para la estimulación intelectual

Martin Heidegger escribió buena parte de sus obras en una pequeña y austera casita de madera en Todtnauberg, a dieciocho kilómetros de Friburgo, en las montañas de la Selva Negra alemana. Durante cincuenta años mantuvo una intensa relación con el pequeño edificio, que se convirtió en mediador imprescindible para su trabajo. Más allá de la tradición de pensadores con cabaña -Heráclito, Lao-Tse, Thoreau, Wittgenstein-, el caso de Heidegger es especialmente significativo por toda la documentación y referencias que existen sobre él. La casa además sigue en pie y hoy es una suerte de lugar de peregrinaje que ha obligado a sus actuales propietarios -los familiares del filósofo- a pedir expresamente el respeto de su privacidad.

Heidegger nació en 1889 en una pequeña ciudad de provincias del sur de Alemania, cercana a la Selva Negra. Tras unos primeros años en el seminario, estudio filosofía en la Universidad de Friburgo y allí empezó a enseñar, tras la I Guerra Mundial, como asistente de Edmund Husserl. Por aquél entonces ya se había casado con Elfride Petri, con la que tendría dos hijos, en 1919 y 1920. En 1923 es nombrado catedrático de Filosofía en la Universidad de Marburgo. Ese mismo año comienza a usar la cabaña como lugar de vacaciones. Allí inicia los primeros apuntes de Ser y tiempo, que publicará en 1927 y cuya repercusión le ayudará a volver definitivamente a Friburgo, en 1928, para sustituir a su maestro Husserl, recién jubilado.

Tras su regreso, Heidegger usará con mucha más frecuencia la cabaña, donde va a pasar largos periodos trabajando. Hay poca información sobre el origen del edificio y algunos autores pensaban que era una construcción existente puesta a disposición del filósofo por el rectorado de la Universidad. Sin embargo, a raíz de las investigaciones de Adam Sharr, publicadas en su magnífico libro La cabaña de HeideggerUn espacio para pensar (Gustavo Gili, 2006), se sabe que fue construida en el verano de 1922 para y por la propia familia. No se conoce si hubo un arquitecto detrás del proyecto, pero sí que Elfride, la prusiana esposa del pensador, organizó y supervisó la obra. El libro de Sharr -arquitecto y profesor- es el estudio más completo publicado hasta ahora sobre la cabaña. Es un texto riguroso y ágil con bastante material gráfico, incluidas muchas de las espléndidas fotografías que Digne Meller-Marcovicz realizó en 1966 y 1968 para el semanario alemán Der Spiegel, algunas de las cuales ilustran este artículo. 

La cabaña, ubicada a 1100 metros de altitud, en una pronunciada ladera y con cubierta a cuatro aguas, mide en planta 6 x 7 metros y consta de una zona de estar con cocina, un dormitorio con cuatro camas, un cuarto de trabajo y una zona trasera con secadero y retrete. Tanto en la cocina como en el estudio existe una cama adicional. La casa está orientada prácticamente según los puntos cardinales y, a excepción de un muro central de mampostería, está construida toda ella en madera, con una austeridad absoluta que se refleja en la inexistente decoración. Por no haber no había ni libros en el estudio. Es curioso cómo Heidegger tenía su biblioteca en la casa de la ciudad, pero donde realmente trabajaba a gusto era en la montaña, sin un sólo libro. Si bien la casa de Friburgo, con su amplitud, su distribución tradicional y su mobiliario Biedermeier, respondía a las lógicas prioridades funcionales, sociales y estéticas asociables a la figura de un catedrático, es cierto que Heidegger no escribió nunca sobre ella, algo que sí hizo, y mucho, sobre la cabaña y sus experiencias allí. A esta distinta relación que el filósofo mantenía con las dos casas dedica Sharr un capítulo de su libro: “La falta de escritos de Heidegger sobre la casa de Friburgo parece indicar sus sentimientos ambivalentes hacia el edificio y hacia su vida familiar, que es notable en contraste con su manifiesto entusiasmo por la existencia solitaria en las montañas y con su percepción allí de resonancias filosóficas”.

Heidegger no escribió nunca de forma explícita sobre arquitectura. Rara vez aparece esta palabra en sus textos. Pese a ello, su obra ha influido enormemente sobre el pensamiento arquitectónico y sigue haciéndolo hoy más que nunca, aunque a muchos les cueste reconocerlo. Ese es, en mi opinión, el gran valor de su aportación: hablar de lo arquitectónico sin hablar de arquitectura, hablar de habitar sin hablar de edificios. La cabaña de Heidegger no existe como objeto particular, es genérica, no tiene forma. Es lo que Michel Onfray llamaría, citando a Deleuze y en referencia al Jardín de Epicuro, “un personaje conceptual, una figura, una oportunidad de filosofía y de filosofar, (…) una idea que se ha vuelto volumen”. La cabaña de Heidegger no es ninguna y es a la vez todas las cabañas, es un ámbito de mediación entre el paisaje y quien lo habita. No se trata de esa cabaña concreta, sino de las circunstancias que rodean a cualquier cabaña habitada en mitad de una naturaleza en continuo cambio y regeneración. Dice Sharr: “Por mediación de la cabaña, Heidegger convertía el paisaje en lenguaje, dentro del marco de aquella mutabilidad que él experimentaba en continua soledad. En realidad, la cabaña y sus circunstancias parecen haber sostenido la posibilidad de una presencia casi hipnótica para el filósofo”

En 1934 se le ofrece a Heidegger la cátedra de filosofía de la universidad de Berlin. A pesar del prestigio de la plaza, la rechaza y escribe a modo de justificación el texto Paisaje creador: ¿por qué permanecemos en la provincia? En él comienza describiendo con un par de frases cortas la cabaña y enseguida entra en lo que realmente le interesa: la íntima vinculación de su trabajo filosófico con la experimentación solitaria del paisaje –“yo nunca contemplo el paisaje, experimento sus cambios”, decía- y con el trabajo de los campesinos, con los que a menudo se identifica. Muchos le han tachado de hipócrita por esta comparación, pero el provincianismo funcional de Heidegger es sincero. Tras sus inevitables actividades docentes y sociales en la ciudad -a la que llamaba el engañoso mundo de abajo– necesitaba subir al mundo de arriba, sencillo y honesto, donde obtenía la estimulación intelectual necesaria para poder trabajar de verdad. Su comportamiento no era el de un ciudadano al que le gusta salir al campo, sino el de un pensador que encontraba en las montañas y junto a los labriegos los contenidos esenciales de la existencia, la materia bruta sobre la que moldear su discurso filosófico, como si de un oficio manual se tratara. La cabaña le proporcionaba el cobijo necesario. 

En 1951 Heidegger asiste en Darmstadt, junto a Ortega y Gasset, a un encuentro entre arquitectos y filósofos. Allí leyó su famosa ponencia titulada Construir habitar pensar (así, sin comas, expresando la inseparable relación entre las tres acciones), quizás uno de los textos filosóficos de todos los tiempos que más ha influido sobre el pensamiento arquitectónico posterior. Sin embargo en él sólo aparece una vez la palabra arquitectura y es precisamente para indicar que no se va a hablar de ella -algo sin duda lleno de significado en un espeleólogo del lenguaje como era Heidegger-. En lugar de eso lanzó a los arquitectos -que por entonces seguían reconstruyendo Alemania- una exhortación a reflexionar sobre el sentido profundo del construir, que él identificaba con el habitar, que es la forma que el hombre tiene de estar en el mundo y cuidar la tierra. Heidegger estaba hablando, no sólo de la reconstrucción material y espacial de Alemania, sino también -y sobre todo- de su reconstrucción moral y espiritual, tras un pasado ignominioso del cual él mismo estaba intentando desvincularse para lavar su imagen. Reivindicaba una vuelta a la autenticidad y dignidad de los orígenes, frente a una concepción meramente utilitarista o funcional del progreso como la que defendía el Movimiento Moderno. Iñaqui Ábalos, en el capitulo que dedica a la cabaña de Heidegger dentro de su libro La buena vida (Gustavo Gili, 2000), dice al respecto: “Lugar, Memoria y Naturaleza, se contraponían frontalmente a Espacio, Tiempo y Técnica, por primera vez de una forma com­pletamente articulada, dando lugar a un giro que prácticamente podría describir todos los cambios de valores que han ido sucediéndose en el panorama arquitectónico desde finales de los sesenta hasta fechas recientes”.

Esa conversión del espacio en lugar -que es una de las claves de lo arquitectónico y que sólo puede realizarse a través de la mismidad del hombre- es esencial para entender la visión poética del habitar sobre la que Heidegger se extenderá tres años más tarde en el texto Poéticamente habita el hombre (1954), donde a partir del análisis de un poema de Hölderlin, acabará concluyendo que “el poetizar construye la esencia del habitar, (…) es la capacidad fundamental del habitar humano”. Esta concepción poética del habitar, que Heidegger opuso al positivismo tecnológico de la modernidad, y que tres años más tarde recogería Gastón Bachelard en su obra seminal La poética del espacio (1957), está detrás de la crucial revisión postmodernista de los setenta y del cambio de paradigma que han supuesto libros fundamentales como La casa de Adán en el Paraíso (1972), de Joseph Rykwert, The Architectural Uncanny (1992) de Anthony Vidler, Arquitectónica (1999), de José Ricardo Morales o Los ojos de la piel (2005), de Juhani Pallasmaa, entre muchos otros.

Lo arquitectónico es aquello que transforma el espacio en lugar. Esa transformación es la esencia del habitar. “El espaciar origina el situar que prepara a su vez el habitar”, escribe Heidegger en El arte y el espacio, un texto aforístico que escribió hacia 1959 y que publicaría en 1969 ilustrado por litografías de Eduardo Chillida, a raiz del encuentro que ambos tuvieron en 1968 en la galería suiza Erker. Jesús Aguirre -que hacía como que odiaba a Heidegger- llamó al texto mera cháchara, muy de las suyas, en un artículo de El País de 1989 donde, para justificar su improbable alianza creativa, insinuaba una cierta química nacionalista entre el filósofo y el artista vasco.

A la figura de Heidegger le perseguirán siempre sus claroscuros personales. Lo más inquietante de él no es lo que sabemos sino lo que imaginamos, lo que intuimos en su rostro o tras las extrañas fotos de Meller-Marcovicz en la cabaña, esa ambigüedad apelmazada que nos permite imaginarlo como el abuelito de Heidi y a la vez torturando a Dustin Hoffman con un torno de dentista, al mismo tiempo como un pater familias cursilón y un donjuan comealumnas. Un “filósofo estafador de novias” y un “ridículo burgués nacionalsocialista en bombachos”, como lo llamaba Thomas Bernhard. Hasta para afiliarse al partido nazi cometió la extrañeza de elegir una facción maldita.

Parece que perdonamos a los escritores sus veleidades personales y políticas pero no así a los filósofos. Pero debería ser igual. La filosofía también produce construcciones literarias, no reglamentos ni catecismos; levanta teorías, no ideologías. Heidegger no cae bien. Valoramos la marginalidad en los intelectuales, disfrutamos imaginando a Wittgenstein o Thoreau solitarios e intempestivos  en sus cabañas, a Heráclito comiendo raíces y diciendo cosas incomprensibles, a Benjamin y sus derivas hasta la última noche en Portbou, como la última noche de André Gorz y D. en su casa de Vosnon. Pero Heidegger era tradicional, conservador, burgués y hasta nacionalsocialista.

Muchos de nuestros jóvenes estudiantes de arquitectura siguen rechazándole a priori. Sin embargo es el filósofo más profundamente arquitectónico que jamás ha existido. Y además, vigente. Pese a quien pese, su filosofía fundamenta muchos valores que hoy están redefiniendo la práctica arquitectónica en campos como el procomún, el diseño sostenible o la conservación medioambiental. Si no hubiera tenido ese calentón nazi, Heidegger probablemente sería hoy el ídolo de los antisistema. Ted Kaczynski, el Unabomber, también vivió en una cabaña.


Autor: Emilio López-Galiacho


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