Maud Lewis: la vida triste y la luminosa obra de la pintora que a pesar de la artritis llegó a la Casa Blanca
por Alfredo Serra
Maude Lewis
Puestos todos los datos de ella y él en las entrañas de una computadora de última generación operada por un mayor experto en cálculo de probabilidades, el resultado habría sido cero: imposibilidad total de que fueran una pareja, un matrimonio legal, y menos de que vivieran juntos hasta la muerte de ella…
Porque la dama, Maud Dowley (Maudie de apodo), nacida el 7 de marzo de 1903 en South Ohio, Nova Scotia, Canadá, estaba condenada de antemano por la implacable artritis reumatoide desde apenas el fin de su adolescencia, que lentamente le deformaría las manos, las piernas y la espalda, convirtiéndola en una fotografía de la desdicha… Una lisiada de rasgos cercanos a la fealdad, y apenas iluminados por una conmovedora sonrisa de inocencia.
Pasó pocos años en las aulas: el bullying fue despiadado. La crueldad sin límite de los niños frente al distinto. Crueldad que no fue menor en su familia. John Dowley y Agnes Germain, sus padres, murieron en 1935, su hermano Charles vendió la casa paterna, y el desamparo la empujó a vivir con su tía Ida, que no era un ángel de bondad: le arrebató su único hijo, lo vendió a una familia vecina, y le dijo a Maudie que el bebé nació deformado y murió a las pocas horas.
Una mañana de fines de diciembre de 1937 lee un anuncio repetido en varias vidrieras: "Se busca mujer para limpieza con residencia incluida para un hombre de cuarenta años". El hombre es Everett Lewis, un vendedor ambulante de pescado. Tosco, huraño, de mínima instrucción y menos palabras. Vive en una pequeña casa de madera –escasos doce metros cuadrados–, sin electricidad y sin vecinos a la redonda, en la entonces solitaria comarca de Marshalltow. Un desolado páramo que, en invierno, la nieve perpetua transforma en una sucursal de la nada…
Pero Maudie aparece en la puerta y acepta el trabajo. La casucha tiene una sola cama. Ergo, deben compartirla. En los primeros días no hay sexo, pese a los esfuerzos de ella. Everett llega a decirle que antes le haría el amor a un árbol. Pero Maudie se ha enamorado de esa especie de troglodita con el que convive día y noche, y le pide –le ruega– que se case con ella.
Y sucede. El 16 de enero de 1938 se casan sin pompa alguna: ella, acaso su único vestido, y él, un traje desempolvado de un baúl, anticuado y no demasiado limpio. Y en la escena, unos pocos vecinos, unos pocos aplausos, algún ¡Vivan los novios!
Cabaña de Maude y Everret Lewis
Pero a Maudie, además de un singular marido, le aparece la justificación de su presencia en la tierra: el arte. Desde chica, influida por su madre, aprendió a pintar a la acuarela tarjetas de Navidad que vendíanpor 25 centavos. Y siguió, y creció. Empezó a acompañar a Everett en sus recorridas, y al pescado fresco se sumaron sus hallazgos folk, preludio del naïf: paisajes, hojas, flores, animales (caballos, bueyes, pájaros, ciervos, gatos, barcos, trineos, patinadores de hielo). Lo que veía…
Obsesiva, y al principio a regañadientes de Everett, pintó todo el interior de la casa. Paredes, puertas, ventanas, y hasta la estufa. Lentamente, su arte, de engañosa simpleza, colores puros –no los mezclaba–, ausencia de sombras y el cartel en la puerta de la casa anunciando "Cuadros en venta", ya no por centavos sino por dólares, despertó la codicia del pescador: le compró pinturas y, más que la animó, la obligó a no despegarse del banco y el tablero de trabajo.
Fin del conflicto. Porque en los primeros años, Everett la acusaba de jugar con pinturitas mientras él se deslomaba recorriendo kilómetros con su desvencijada camioneta cargada de pescados. El hombre trabajador y la niña juguetona, en fin. La ignorancia frente a la creación, hasta que las cuentas no sólo se equilibraron, y los peces del mar pintados al óleo recaudaron más que los atrapados en la red.
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Interior de la cabaña |

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