martes, 28 de junio de 2011

La cabaña de la escoba de la bruja


Transformación de la casa de Axel Buchhäuser. Alison y Peter Smithson.


Alison Smithson recibió de Axel Bruchhäuser el fascinante encargo de realizar un cuarto para guardar la escoba de la bruja. Para ello creó, junto a las copas de los árboles, una pequeña cabaña que se asienta sobre unos pilares que a su vez descansan sobre una ligera pendiente que baja hasta el río cruzado por un puente desde la casa de la bruja. Su minúsculo interior está concebido para poder ver el río, la casa por detrás, mirar hacia abajo y ver el suelo del bosque, y mirar hacia arriba y ver el dosel que forman las hojas y el cielo.
Aunque lamentablemente en muchos casos la realidad se encargue de desmentirlo, no se entiende el ejercicio de la arquitectura si no es para contribuir a la construcción de un mundo preferible. Para llevar a cabo este compromiso debemos poner en marcha, en cada nuevo proyecto, un proceso creativo que nos permite pasar de las intenciones a la realidad, pudiendo conseguir en ese complejo recorrido que una solución que surge como respuesta a lo necesario dé como resultado una obra trascendente.
En gran medida, alcanzar un mundo mejor no es viable sin la reflexión y, para llevarla a cabo, es necesario distanciarse de la realidad para comprenderla, ya que si sólo se ejerce la mirada próxima se acaba prestando atención exclusivamente a lo particular. Sin embargo, cuanto más nos alejamos, la pérdida del detalle nos permite percibir la existencia de una estructura invisible y difusa que da soporte a nuestras proposiciones. Si seguimos distanciándonos, tenemos la sensación de que ese armazón es, además, parte de un esqueleto todavía más abstracto e intangible. Acceder a estos enclaves, aunque sólo sea por un instante, supone penetrar en un universo impreciso y desenfocado en el que se diluye el tiempo y los rasgos específicos de cada lugar. Probablemente, en estos espacios difusos es donde podemos llegar a reconocer las actitudes y proposiciones de los otros y descubrir afinidades donde la mirada próxima no lo permite, más aún, diría que por su indeterminación, son idóneos para hacerse las preguntas y adquirir los compromisos que han de orientar nuestras decisiones.
Hacerle un hueco a la reflexión no es fácil en la cultura de la inmediatez en la que estamos inmersos, pero conseguirlo supone otorgarse la oportunidad de abrir una ventana hacia lo desconocido, hacia la inmensidad que, como bien nos recuerda Gaston Bachelard en su libro La poética del espacio, habita dentro de nosotros, “está ligada a una especie de expansión del ser que la vida reprime y la cautela detiene, pero que vuelve a empezar cuando estamos solos. Tan pronto como nos inmovilizamos, estamos en otro lugar; estamos soñando en un mundo que es inmenso. La inmensidad es el movimiento del hombre inmóvil”.
Presionados por el exceso de información y el ruido, es vital disponer de un cobijo protector, requisito indispensable para la búsqueda paciente. Si realmente es necesaria –y en mi opinión lo es– ¿Cómo debe ser el espacio idóneo para ejercer la reflexión, ese reducto de máxima libertad a partir del cual nos proyectamos hacia el exterior? ¿Cómo debe ser el refugio que proporcione el sosiego preciso para pensar en un mundo más justo y solidario y, como consecuencia, transformarlo en un lugar más habitable?
No pretendo olvidarme de los otros refugios, aquellos que nos apremian cada vez que hay hambrunas, conflictos bélicos o desastres naturales, y que con frecuencia nos olvidamos de ellos tan pronto como dejan de ser noticia, pero sólo a través de los primeros es posible dar la respuesta adecuada que exigen los segundos.
Antonello da Messina ideó uno de estos lugares para acoger a San Jerónimo, Padre de la Iglesia y traductor de la Biblia al latín, Julio Verne nos lo propuso en De la terre à la lune, Alvar Aalto construyó Nemo propheta in patria con una intención similar y Le Corbusier pasó los últimos días de su vida en el paradigmático Cabanon. Todos ellos tienen en común su pequeñez y probablemente esta característica hizo que Alison Smithson abriera su ventana, la del cuarto para guardar la escoba de la bruja, a la inmensidad del bosque, Antonello da Messina a la inmensidad del refinado paisaje italiano, Alvar Aalto a la inmensidad de los lagos finlandeses, Le Corbusier a la inmensidad del Marenostrum, y Julio Verne a la inmensidad más sobrecogedora de todas, la del universo infinito.


La mirada de Alison y el reflejo de Peter:







http://proyectandoleyendo.wordpress.com/page/7/

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