sábado, 14 de mayo de 2011

Al borde del mundo habitable. De cabañas y trazas de ausencia.

Al borde del mundo habitable. De cabañas y trazas de ausencia.
Alberto Ruiz de Samaniego


“Por culpa de las nubes es imposible ver si el sol está ya sobre el monte o todavía no; estoy casi enfermo de nostalgia por verlo de una vez. (Me gustaría discutir con Dios.)
L. Wittgenstein, 17-3-1937. Escrito en la cabaña de Skjolden.

“Mi vida ha sido el poema que habría escrito,
Pero no podía vivirlo y pronunciarlo.”
H. D. Thoreau.


          En carta de finales de junio de 1883, Nietzsche le cuenta a Carl von Gersdorff, desde Sils Maria: “¡Ay, cuántas cosas están aún escondidas dentro de mí y quieren convertirse en palabra y forma! ¡No hay en torno a mí silencio, altitud y soledad suficientes para que yo pueda percibir mis voces más íntimas! Me gustaría tener dinero suficiente como para poder construirme aquí una especie de cabaña ideal: esto es, una casa de madera con dos habitaciones; y para ser más precisos, en una península que se adentra en el lago de Sils, donde antaño se erigía una fortificación romana. Pues a la larga me resulta imposible vivir, como he hecho hasta ahora, en estas casas de campesinos: las habitaciones son bajas y estrechas, y siempre hay jaleo” (1). Es una declaración que compendia toda la fenomenología afectiva del hombre en la cabaña: soledad, altitud, silencio, esencialidad, procura de lo íntimo aún por germinar. La muestra de una clara volición anacorética que nunca le abandonó. Por mucho que conozcamos sus anatemas contra lo que él mismo llamara los ideales ascéticos; tal vez escritos precisamente al modo de descargas o exorcismos frente a sus propias inclinaciones. De hecho, ya nos avisa en el Tratado Tercero de La Genealogía de la moral que los filósofos siempre han sentido una “auténtica predilección” por el ideal ascético “en su totalidad”. Razón por la cual – o frente a la cual- no cabe, pues, en este tema hacerse ilusiones (2). También alcanza a entender perfectamente los objetivos finales de la tensión de extrañamiento ascético: no precisamente la mera huida del mundo, o el atolondrado abandono de la casa común y paternal, ni desde luego la desaparición; sino más bien el rasurado de todo ruido, perturbación o impedimento que se interpongan en el camino del pensador “hacia el más poderoso hacer”. Hacia la acción, diríamos, esencial: la concentración de la extrema potencia en uno mismo y para uno mismo. La ascesis no implica tanto una renuncia como el modo de lograr algo.
          Ello es lo que en esta toma de decisión extrema –que conlleva un alto índice de negatividad, como si el poder fuese antes que nada la capacidad de negar o de decir no - (3) sin duda se pone en juego. La tesis nietzscheana, en este punto, no puede ser más clara: “En el ideal ascético están insinuados tantos puentes hacia la independencia, que un filósofo no puede dejar de sentir júbilo y aplaudir en su interior al escuchar la historia de todos aquellos hombres decididos que un día dijeron no a toda sujeción y se marcharon a un desierto cualquiera: aun dando por supuesto que no fueran más que asnos fuertes y todo lo contrario de un espíritu fuerte. ¿Qué significa, pues, el ideal ascético en un filósofo? Mi respuesta – hace tiempo que se la habrá adivinado- es: al contemplarlo el filósofo sonríe a un optimum de condiciones de la más alta y osada espiritualidad, - con ello no niega ‘la existencia’, antes bien, en ello afirma su existencia y sólo su existencia, y esto acaso hasta el punto de no andarle lejos este deseo criminal: pereat mundus, fiat philosophia, fiat philosophus, fiam!...(perezca el mundo, hágase la filosofía, hágase el filósofo, hágame yo.)” (4) Hay, pues, una tensión adánica – que se confunde más bien con el orgullo luciferino- en esta soberanía apocalíptica. Las turbias fantasías del solitario se cumplen en la extrema voluntad de penitencia – y punición de todo lo dado-, para imaginarse como un superviviente de la catástrofe, acaso tan proyectada cuanto deseada. El último hombre pasa a convertirse, por ello, en una suerte de Robinson, que –gracias al naufragio del todo- experimenta las sensaciones al fin como por primera vez. Esto es lo que ya le demandaba Van Gogh a la pintura, y lo que confirma Heidegger delante de los famosos zapatos de labriego del holandés: que la lengua que poetiza no es la de todos los días, la lengua común repetida y ya dicha desde siempre, sino una palabra que tiene el sabor de la primera vez. Así, la cosmoclastia anacorética funciona al modo de un rasurado radical que es un recomienzo y una preparación para un futuro incierto, como para poder resistir a lo que venga. En ese entrenamiento es fundamental la preocupación anticipada contra toda tendencia hacia una instalación positiva en el mundo. T. E. Lawrence, por ejemplo, lo perfila con claridad: “Mi plan es volver a mi cottage en Dorsetshire, y permanecer allí tanto tiempo como pueda resistir. No sé por cuánto tiempo. He acondicionado y amueblado el lugar como si Inglaterra fuese a hundirse bajo las olas, y yo quedase allí aislado: cottage de familia de robinsones; para ello necesito libros y discos y herramientas como para toda la vida. Sin comida, ni cama, ni cocina, ni agua, luz o energía. Tan solo un cottage de dos habitaciones y cinco acres de rododendros. He ahí la perfección, imagino.”(5) Sería la despoblada perfección de un (micro) cosmos plenamente preciso, estricto, calculable y ordenado, una vez condenado el molesto mundo mismo: “Cuando yo have done with the world – escribe Wittgenstein-, habré creado una masa amorfa (transparente), y el mundo, con toda su complejidad, se quedará a un lado, como un cuarto trastero nada interesante. (O quizá sea mejor decir: todo el resultado de todo el trabajo es dejar a un lado al mundo. (El arrojar el mundo entero al cuarto trastero.)” (6) . O, tal como sugiere Sloterdijk, en conclusión igual de tremenda respecto a la actividad filosófica, “para poder determinar el mundo en sus rasgos básicos, hay que poseer ya la experiencia de su negabilidad”. (7)
          El poder filosófico como una fuerza de destrucción o, aún más: la aniquilación como motor del pensar. Si bien, ¿hablamos realmente de voluntad de negación o únicamente de la capacidad de mantener las distancias? El pensador o el artista ha de ser más bien un ser de fronteras, habitante del límite, por utilizar una expresión enraizada en nuestra tradición de pensamiento. El retraído, el apartado al margen es el que tiene el poder de mirar de lejos. El solitario en la cabaña se aparta, efectivamente, de la familiaridad y la experiencia del trato cotidiano, pero únicamente para poder observar desde la debida distancia las cosas y los hombres – las cosas de los hombres-. Desde esa perspectiva - que en sentido nietzscheano determina también poder- puede con su mirada abarcar una inmensa amplitud; también retenerla en su imagen con acrecentada potencia. De hecho, de esta manera el mundo se ha vuelto para él convocada lejanía, tal vez incluso – casi- una quimera: he ahí el poder de la poesía, también él aniquilante: al citar la rosa mallarmeana, ésta ha desaparecido; tuvo que desvanecerse para que el verso se hiciese. “La mirada de la poesía – apunta Massimo Cacciari en la estela de Blanchot- mide siempre la ausencia de su objeto. La palabra del solitario es pues ficción, ya que expresa una realidad ausente, finge la presencia del ausente. O mejor, el ausente es el poeta, en la medida en que finge (plasma, construye, ritma) dicha ausencia.” (8). Lo que la soledad del refugio en la cabaña acoge y congrega no es otra cosa que este amor último, o por lo último: amor de ausencia, amor a un vacío que desde ese fondo se revela apertura total. Esa vocación llevará a Thoreau a vivir en la cabaña al lado del lago de Walden. Y es lo que le permite concentrar allí todas sus energías. La escritura es una huida en que se busca el refugio de un pensamiento por encima del mundo, esto es: integrado en la única compañía, “dulce y beneficiosa”, de la naturaleza. Porque un hombre que piensa o trabaja al cabo siempre está solo, como notara ya Thoreau.(9) “Mi casa- escribe de su cabaña- tenía realmente su sitio en esa parte retirada del universo, pero siempre nueva y no profanada”.(10) Lo ha sugerido Gaston Bachelard: la cabaña es la soledad centrada. (11)
          En todo caso, la cabaña misma enfatiza, desde su tosquedad, su impenetrabilidad o su aislamiento, que ella es más que nada un espacio vital, antes que discursivo, o libresco. Habría que ponderar este fuerte compromiso existencial justamente en lo que tiene de resistencia al textualismo característicamente moderno (y todavía más: posmoderno) y a la neutralidad objetivista de la mayor parte de las corrientes hermenéuticas de nuestro tiempo, con el estructuralismo a la cabeza, pero no solo. Conviene siempre recordar aquello que Wittgenstein apuntara en una nota del año 46: la grandeza o pequeñez de una obra depende de donde esté quien la hizo. El mismo rigor arquitectónico del refugio es su sentido de principio: hay que tomar como orientación la necesidad lógica más rigurosa, más evidente, más sencilla. Lo superfluo oscurece y desorienta. La forma lógica debe ser un puro reflejo de la estructura de los hechos en su desnudez primitiva, rústica, originaria. La cabaña como manifestación primera y como esencia del verbo habitar. Es en la simplicidad más familiar donde habremos de ver el esplendor que nos maravilla. Al modo de los viejos pensadores de las escuelas de la antigüedad – de esto también es consciente Nietzsche-, el habitante en la cabaña trata de resituar su palabra en una irreductible forma de vida que lo ha engendrado y cuidado. O, más bien: que lo engendrará y cuidará. Pues, como también notara Nietzsche, todo el poder ascético ha de concentrarse en la creación de las condiciones más favorables para alcanzar el objeto de deseo de ser (otro). Hay aquí una actividad que afecta al espacio, al cuerpo, al gesto mismo de la persona y su situación concreta. Sobre todo si asumimos, parafraseando a Wittgenstein, que el acto del pensamiento es, realmente, trabajar sobre uno mismo, al modo de lo que acontece en la arquitectura: trabajar sobre o a partir de la propia percepción, sobre la manera en que uno ve las cosas, y lo que uno demanda de ellas. Y, como el pensador vienés confesó a Maurice Drury, “no hay nada comparado con la dificultad de ser un buen arquitecto” (12) . Es una exigencia muy próxima a la que sugiere un Thoreau – si se nos permite- wittgensteiniano (13) : “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, y para no descubrir, cuando tuviera que morir, que no había vivido”(14). El mero hecho de procurar vivir la vida de uno se convierte también en una cuestión de poder. Pues el anhelo de independencia a que responde la cabaña remite, sin duda, a una de las más importantes cuestiones que plantea la vida moderna – en el sentido, por ejemplo, en que lo pensara Simmel-. Deriva del intento del individuo precisamente por preservar su autonomía e individualidad frente a las fuerzas sociales que tratan de supeditar el sujeto a lo colectivo, a cualquier totalidad abstracta, a la cultura, la tradición, la técnica, el ajetreo (in)mediático (15). El solitario en su morada, en su actitud contemplativa, se enfrenta a la triunfante sociedad de producción característicamente burguesa. La cabaña se erige así en la tensa dialéctica de la intimidad contra el universo. Lugar en cierto modo de confrontación heroica con la existencia, ámbito de la honestidad y la desconfianza frente a las representaciones. Por tanto: espacio en primer lugar de la lucha potencial con el lenguaje. Monólogo.
          Existe para el caso todo un despliegue de acciones ya pautado por la tradición estoico-platónica, que interesó – como sabemos- al último Foucault: el estudio, el examen en profundidad, la lectura, la escucha, la atención, el dominio de uno mismo – incluso, como apuntamos, la lucha contra uno mismo-, la indiferencia ante las cosas indiferentes, la terapia de las pasiones, el cumplimiento de los deberes más simples y cotidianos, la rememoración de cuanto es beneficioso. Se produce, de este modo, un incremento cualitativo de la afección y la sensibilidad. Singularmente de la capacidad de atención y de escucha, intensificadas por la continua vigilancia y alerta de la consciencia sobre uno mismo; de la constante tensión espiritual. Cada vez que contemplamos una cabaña sentimos en cierto modo la memoria de estas acciones. Ella es, propiamente, el recuerdo de una acción; tal vez – como decíamos- suprema. Su propia extranjería, la de una morada que es, por decir así, la última palabra de la soledad, la vincula con la voluntad de un pensamiento rememorante: “Lo cierto – escribe Massimo Cacciari- es que, apenas se comienza a padecer la soledad, la memoria entra en juego” (16).
          Es posible, entonces, que los hombres habiten las cabañas para estar solos; pero ello también equivale a estar lleno de recuerdos: a no poder olvidar. Una cabaña, efectivamente, delimita la inmersión en un centro onírico, o legendario (17). Verdaderamente un fondo de fuerzas. Ella es un proyector potentísimo de imágenes. Cabaña como estancia de lo inmemorial, como una gran cuna. En su regazo la vida – en la época, justamente, del desarraigo técnico- se guarda protegida, encerrada. Cualquier niño lo sabe. También lo sabían los anacoretas, Flaubert, Strindberg o el Bosco: esta concentración de energía imaginativa puede llegar a constituir una condena, pues la soledad alimenta, incuba, hace hervir peligrosamente la imaginación y las pasiones (18). El propósito ascético, en palabras de Nietzsche, puede “producir perturbaciones espirituales de toda índole, ‘luces interiores’, (…), alucinaciones de sonidos y formas, voluptuosos desbordamientos y éxtasis de la sensualidad” (19). Sólo que, como se nos dice, donde nace el peligro, crece también la salvación, sobre todo para un sujeto volcado en la actividad creativa, cuando todo el inconsciente se muestra excavado, turbado y crecido por ese baño de abismo imaginario. No es extraño que, a menudo, se busque la purificación de las aguas. El espejo limpio y tranquilo de una laguna vecina en que el paisaje ofrece su serenidad imperturbable al contemplador. El lago actúa como un ojo interior que dibuja un cielo invertido para el sueño del reposo. Nada mejor que las aguas para remansar las caóticas inclinaciones del pensamiento. En el lago, modelo de visión pura o absoluto del reflejo, la lejanía toda del mundo se recoge en el espectáculo de su representación. A través de él el universo es, efectivamente, contemplado y, a su vez, comprendido: vuelto imagen. Podría decirse que, en la superficie del lago, toda la hondura problemática de la tierra, al fin, culmina y se resuelve. En esa delicada capa el mundo es su representación (20).
          Nietzsche, asimismo, sabe, pues lo desea desde su propia precariedad corporal, de las implicaciones evidentes e inmediatas que el ideal ascético tiene con respecto a la dimensión más orgánica de la naturaleza. Con él, a través de él, se promete una libertad que Rilke llamaría de lo abierto, o en lo abierto, y Thoreau lo salvaje. Del orden de un imaginario situado más allá incluso de las imágenes meramente humanas. En la amplitud de lo lejano, otra vez. Aquel espíritu claro, en el aire puro, libre, seco, que va – como quien dice- de vuelo. Danza y salto de los pensamientos de altura, en su altura. Libertad del animal, libertad animal que Knut Hamsun identificaba con una suerte de estremecimiento de naturaleza pánica: “El bosque entero estremecíase en una vibración pánica: relinchos de brutos, sensuales llamadas de pájaros, indudables e incomprensibles signos de seres y cosas…” (21). Pero lo abierto, bien lo sabe el Heidegger lector de Rilke, no es otra cosa que una inminencia en cierto modo inescrutable. Aquello respecto a lo cual no podemos hacer otra cosa que (des)esperar. Convertirnos en ávidos lectores de signos, perseguidores de todo tipo de revelaciones arbitrarias, inquietas o inesperadas, siempre ambiguas. Pues, para el habitante de la cabaña, gran codificador, “nunca faltan indicios: las mareas, la hierba, que casi se acuesta sobre el suelo a ciertas horas; el canto de los pájaros, las flores que se abren y cierran, el verde de las hojas, unas veces brillante y otras mate…” (22). Lo abierto es – por seguir los términos heideggerianos- la contrada: lo que, con mayor o menor ímpetu, arriba o adviene a la contra. Pero aquello, en definitiva, con que nos comprometemos siempre que pensamos. Para alcanzar esto, a veces es necesario transformar drásticamente la vida. Volverse –justamente- contra los hábitos de uno mismo. Escapar del peligro de la “inmersión hedonista y la empatía artificial” (Heidegger) por medio de un esfuerzo severo: “Sólo el trabajo abre el espacio para esta efectiva realidad de la montaña”, escribe el pensador de la Selva Negra. Buscar el desapego, la autodisciplina con violencia y severidad, hasta alcanzar tal vez –avisa Nietzsche- “la crueldad consigo mismos, la automortificación rica en invenciones” (23).
          Así pues, la construcción de ese improbable yo puro, fuerte y liberado, exige también otra destrucción, entonces, más allá de la del mundo: la superación del yo más conocido y tratado, del más próximo y, por ende, más querido. Ludwig Wittgenstein, en su cabaña volcada sobre el fiordo de Skjolden, sabía de esta exigencia que afecta sin remedio a la vida. La vida concreta de uno mismo, continuamente puesta por él en entredicho. Y, al tiempo, de sus extremas complejidades; los sinuosos pliegues o los barrocos espejismos en que la simulación hace fuerza con la debilidad y las resistencias o argucias del ego. No hay más que leer los fragmentos de sus diarios allí escritos, en el año 1937. Por ejemplo cuando apunta, situándonos de nuevo ante un problema que es de relaciones de poder, y de perspectiva: “Está bien tener un ideal. Pero ¡qué difícil le resulta a uno no querer interpretar su propio ideal! ¡Sino verlo en la distancia en que está! Sí, ¿es eso siquiera posible, - o habría que volverse o bien bueno o bien loco por ello? Esa tensión, si el ser humano la captara plenamente, ¿no habría o bien de destruirlo o bien de llevarlo a todo?” (24) La ácida reflexión sobre el examen de sí mismo se repite, en el pensador vienés, con una obstinación casi musical: “Nada es tan difícil como no engañarse”, registra en una nota de 1939.
          Hablamos aquí de una modificación que entraña una apuesta máxima, en que a veces se compromete y pone literalmente la vida. Una acción dirigida a transformar en uno mismo la manera de vivir y, por tanto, de ver el mundo. Pues la principal preocupación del autor en su cabaña no consiste tanto en elaborar un sistema filosófico, o una serie específica de imágenes, textos o sonidos, sino, antes que todo eso – en una anterioridad que es fenomenológica- , en producirse al producirlos. En organizar la vida entera, el cuerpo propio tanto como el espacio-tiempo circundante – circunstante- con el único objeto de que ello sea posible. No tanto informar - o informarse- como formarse. Como los viejos ejercicios espirituales, no es una nueva teoría lo que aquí está en juego, sino precisamente eso: ejercicios de (auto)conocimiento donde la búsqueda de la verdad transita, en sentido nietzscheano, hacia un crecimiento de potencia. Por medio de la filtración constante de las representaciones: examinarlas, controlarlas y seleccionarlas. Esto es: una práctica, una actividad, un trabajo en relación primeramente con uno mismo, sobre uno mismo: ascesis del yo, ética del (auto)dominio (25). Otros lo llamaron arte de vivir. “Vivir con profundidad y absorber toda la médula de la vida, vivir de manera tan severa y espartana como para eliminar cuanto no fuera la vida” (Thoreau) (26). O, en palabras foucaultianas, cultivo o técnicas del yo, el dominio y la inquietud: el examen continuo de uno mismo (le souci de soi) que articula una relación bien curiosa de uno consigo: la de una cosa – exterior a sí- que está a la vez en posesión de uno y ante sus ojos, que es y no es uno mismo (27). En este compromiso, que es el de la subjetivación, un pacto nunca saldado entre el sujeto de la enunciación y el sujeto de conducta, se enredan dos conceptos básicos en la construcción del pensar occidental: el concepto de verdad y el del propio sujeto: “El sujeto que habla se compromete, en el momento mismo en el que dice la verdad, a hacer lo que dice y a ser sujeto de una conducta que une punto por punto al sujeto con la verdad que formula” (28). En este sentido, la actividad creativa o cognoscitiva que en el refugio se realiza no debe situarse solo en la dimensión del conocimiento, sino en la del yo y el ser, o aún más: en la de la conversión que afecta a la totalidad de la existencia; la que modifica el ser de aquellos que la llevan a cabo, para tratar de alcanzarse o poseerse a sí mismos, y convertirse en lo que verdaderamente habrán de ser y nunca han sido. Nietzsche lo vio claro: el sacerdote ascético es la encarnación del deseo de ser-de-otro-modo, y de estar-en-otro-lugar. Es en verdad el grado sumo de ese deseo (29). No un espíritu utópico, ciertamente, sino más bien alotópico. El ideal regulativo de esta experiencia sería aquello – demasiado hermoso para ser probable, demasiado idílico para ser creíble- que el mismo Hadot sugiere: el gran relato de salvación prometida por la senda ascética: pasar “de un estado inauténtico en el que la vida transcurre en la oscuridad de la inconsciencia, socavada por las preocupaciones, a un estado vital nuevo y auténtico, en el cual el hombre alcanza la consciencia de sí mismo, la visión exacta del mundo, una paz y libertad interiores.” (30) He aquí todo eso que Nietzsche considerara el estado de hipnotización total en que desean sumirse aquellos que, cansados de la vida – demasiado cansados incluso para soñar-, no desean más que su propia aniquilación o vaciamiento. El hipnótico sentimiento de la nada sería la llamada que los rige, y a la que algunos llaman Dios. Este sería el acceso a un estado pleno de felicidad. Y de descanso. Hamsun lo ha descrito, en alguna ocasión, con todo su fulgor y, al tiempo, sus sombras psicoanalíticas: “¡Benditos sean la vida, la tierra, el cielo y hasta mis enemigos! En todo cuanto hay de bueno en el paisaje y en el pensamiento se diluye mi alma, impulsada por un optimismo infinito que la mejora; si en este minuto de plenitud se llegase hasta mí el más enconado de mis adversarios, me arrodillaría sonriendo ante él y le anudaría los cordones de sus botas…” (31).
          Hablamos de estados ciertamente liberadores, definitivos por fin para quienes tan solo hallan la paz en el crecimiento de un desierto nunca demasiado inmenso dentro de sí. El impulso suprasensible, el anhelo metafísico y su rechazo del mundo, se nutre siempre, como apreció Nietzsche, de una fundamentación originariamente moral. Que conduce al privilegio de la interioridad y a rechazar la sensibilidad como tal, esto es: el sentido, el sentir, la afección, cuando se entiende que sentir es padecer, ser pasivo y vivir esclavo de las pasiones, y por tanto, sufrir (32). El peligro viene siempre desde el exterior, de las fuerzas que provienen de un afuera que es ya el cuerpo, el espacio, la carne en que irreparablemente nos derramamos. Porque, al cabo, nunca habrá altitud y soledad suficientes para que uno pueda percibir sus voces más íntimas. Como nunca habrá dinero suficiente que pague la cabaña ideal, donde se cumpla el ideal de la cabaña. Toda interioridad se complica con la expresión de un exterior, desde el instante en que todo el proceso de subjetivación depende de nuestras afecciones y sensaciones, un sensible dado y exterior a nosotros a partir de cuyo rechazo trazamos precisamente el ideal ascético o metafísico. Hay, pues, un irreductible primado de la exterioridad. La estrategia del asceta consistirá en cerrarse al contacto con el exterior, convertir el afuera en –casi- nada. Desertizar o anestesiar el mundo. Es ése un estado de perfección en buena parte – en algunos casos muy significativos - vinculado con el desprecio hacia uno mismo, en tanto que obstáculo que impediría su cumplimiento. Y la consabida huida ascética de toda familiaridad con las personas o las cosas como prevención frente al contagio de la mancha humana. Quien se salva es aquél capaz de mantenerse en estado de alerta, de resistencia, preparado para rechazar los ataques y todos los asaltos. Un guerrero de la ataraxia y la autarquía. Una obsesión que muchos de estos solitarios parecen compartir, a veces hasta el nivel de la neurosis, como en Wittgenstein, Strindberg o en Lawrence. “No hay nadie aquí – escribe el vienés en su cabaña un 22 de marzo de 1937-: pero aquí sí hay un sol magnífico, & una mala persona” (33). El caso de Lawrence es, en este sentido, extremo, ejemplar, patético: “Considerándose un impostor – nos cuenta un biógrafo-, se despreciaba a sí mismo, y su desprecio por las cosas físicas era tal que llegó a sentir que incluso comer era una experiencia vergonzosa. Los sentimientos de culpabilidad por ser hijo natural y la humillación de su experiencia en Deraa le dominaban y le hacían pensar que no merecía ser feliz. Escribió a su madre diciéndole que su estancia en Barton Street era ‘en general demasiado agradable como para permitirme a mí mismo estar aquí mucho tiempo’, y añadió, dando muestras de evidente neurosis, que era difícil estar solo excepto entre la multitud, y que incluso allí, cualquier roce era suficiente para desperdiciar ‘toda la virtud que se había acumulado’.” (34)
          Ante este tipo de mortificaciones, se nos ocurre pensar que, tal vez, valdría la pena volver a meditar en torno a la idea de Ser y Tiempo de la cotidiana inautenticidad de nuestra vida. Cada uno es como el otro y ninguno es él mismo, sostenía Heidegger. Esta existencia de nadie o como nadie representa también un papel algo fantasmal; es una máscara tras la cual no hay en realidad nada o está la nada, tal como evidenciara el pobre y bueno Kaspar Hauser, o el conocido adagio de George Bernard Shaw, que tanto gustaba a Borges: “Yo comprendo todo y a todos y soy nada y soy nadie” (35). Todo ello en la medida, justamente, en que no parece haber tampoco sí-mismo. Y, por ello, ya no se trataría de ir en su búsqueda o tras su realización feliz, como quien buscase una joya – auténtica- perdida. No. La inautenticidad es la forma originaria de nuestra existencia, no la marca de una alienación o su declive. El dasein, el ser- ahí no está por tanto inmediata y regularmente consigo mismo, sino en el afuera, ahí afuera, con sus asuntos y con los otros (36). Siempre con otro y lo otro. Nunca en casa, no en su casa: Unzuhause. Puede que, en definitiva, este sea el significado primordial de la experiencia en la cabaña, refugio histérico al borde del mundo habitable que no ofrece más cobijo que nuestra íntima angustia e inseguridad. He ahí, justamente, lo más auténtico o íntimo. Su vértigo es su perímetro, tan reducido. Súbita soledad que define el límite mismo en que la máscara social ya se derrumba para mostrar nuestro perpetuo inacabamiento, la interioridad misma en la forma atroz de un vaciado. De ese límite limpio entre la tierra y el cielo se enseñorea, pues, un sentimiento que es un viejo conocido: la angustia. La angustia que, básicamente, consiste en el efecto de la insistencia de lo real último – o primero-. Y que a solas nos compromete, en todo el sentido del término. Y ante lo que, ciertamente, ya no cabe distancia posible. Significa a la vez la presencia de una ausencia y la ausencia presente, también en uno mismo, acaso de uno mismo. En fin: la presencia invisible de aquello que no está allí. La angustia es, sin duda, un estado de ánimo esencial; en ella tocamos, a la manera de Schelling, el resto incomprensible de la realidad. Pero ese resto oscuro que la razón no puede disolver recibe también en Schelling la denominación de fundamento de la existencia, en un doble sentido: como origen y como sustancia. Ese resto es lo cantable (37). Sólo porque la angustia linda con eso inhóspito que se resiste y que nos constituye, ha de ser también capaz, entonces, de trazar un principio de renovación de cada existencia. Por eso puede Heidegger afirmar que la reflexión filosófica, efecto de la angustia, es lo contrario de toda tranquilización y todo aseguramiento. Allí se genera el torbellino en el que el hombre es arrastrado para comprender él solo y sin fantasías el ser-ahí. La cabaña, tan cerca en este sentido de la caída viva o la ruina – del ser-, habría de constituir, entonces, algo así como la vela en la noche: el invierno del alma. “Cuando, en la profunda noche de invierno, una agitada tormenta de nieve pasa rugiendo con sus sacudidas alrededor del refugio, cubriendo y tapándolo todo, entonces es la hora señalada de la filosofía. Su preguntar debe entonces volverse sencillo y esencial. La elaboración de cada pensamiento sólo puede ser dura y afilada. El esfuerzo por acuñar las palabras es como la resistencia de los elevados abetos contra la tormenta” (“Paisaje creador”).
          La cabaña, pues, como alegoría defensiva de nuestro epocal nihilismo, y al tiempo morada de un masoquismo dinámico con tintes de pintura de Friedrich: ¿no habla precisamente Bachelard de la evocación de la dicha invernal como refuerzo de la felicidad del habitar? (38) Sin embargo, quien ha pasado esta prueba puede dar testimonio de su carácter más bien tortuoso, áspero, desabrido, si no temible. Mucho más, en verdad, de lo que placentero o idílico; por más que, como bien supiera el Goethe del Wilhelm Meister, casi no hay más gozo que allí donde comienza el vértigo. La presencia intacta de sujeto ante sí mismo hunde la propia consistencia ontológica del signo con el mundo. Pierde en definitiva al hombre, y con ella al mundo, en ese acercamiento peligroso al espacio negro de la realidad más traumática. Para resistir o incluso escapar de ella o de allí, August Strindberg, amante de paisajes desnudos y grandiosos, desarrolla su paranoia extrema, y extensa. La incuba – sin posibilidad de escape- en la magnífica prosa de Inferno. Wittgenstein, lo hemos visto, lo roza de forma continua y dramática – también magníficamente teatral- en sus diarios; como Virginia Woolf: “A menudo aquí he entrado en un santuario, un convento de monjas; he tenido un retiro religioso; de gran agonía una vez; y siempre de cierto terror; tanto miedo tiene uno a la soledad: a ver el fondo el recipiente. Ésa es una de las experiencias que he tenido aquí algunos agostos; y he llegado entonces a una conciencia de lo que llamo ‘realidad’: una cosa que veo ante mí; algo abstracto; pero que reside en los downs o en el cielo; comparado con lo cual nada importa; en lo cual descansaré y continuaré existiendo. Realidad lo llamo. Y a veces creo que esto es lo más necesario para mí: lo que busco. Pero ¿quién sabe, una vez que tomo una pluma y escribo?” (39) Al fin y al cabo, sólo anhelamos realidad, afirmaba Thoreau, quien notó la presencia de ese último “algo” – desde luego para nada humano, ni menos, por supuesto, “ciudadano” - con lo que sintió un íntimo parentesco (40). “Quería encontrar- anotaría en la primera página del diario escrito en Walden- los hechos de la vida, los hechos vitales, los fenómenos o la realidad que los dioses quisieran mostrarnos, cara a cara; por esa razón vine aquí”. De este modo, siempre acabamos en el horlá de la escritura. El acto decible, de nuevo, como amor y atracción del vacío. El signo como trazado de la ausencia. Y allí la cabaña como absoluto del refugio en que se celebra ese extraño ritual de ficciones y de alejamientos, de abandonos y apariciones. Cabaña como studiolo conventual, anticipo del monasterio o cripta anacorética, pobreza liberadora de retiro casi tumbal. Y más aún que túmulo: cenotafio. “En torno a esa soledad centrada irradia un universo que medita y ora, un universo fuera del universo. La cabaña no puede recibir ninguna riqueza de ‘este mundo’” (41). Por eso mismo, diríamos que toda cabaña conserva algo de venerable pesebre bíblico.
          Y por ello, también, a menudo, la cabaña se coloca en íntima relación con el trabajo manual y cotidiano. Como una forma de escapar de las aflicciones que germina uno mismo; el continuo asedio de ese vórtice interior del solitario. Esta huida por el trabajo no solo o únicamente consistiría en diversas labores agrícolas, tal como Thoreau las detalla con pormenor extremo; sino también en el ejercicio práctico de diferentes tareas u obligaciones diarias que impone la vida. Allí donde la implicación del sujeto llegue a ser eminentemente física o práctica, y al tiempo apegada a lo más terreno, demorada al modo heideggeriano en lo más próximo de la tierra: “La andadura del trabajo permanece hundida en el acontecer del paisaje” (42).  Al lado de la cabaña “somos como plantas” (Hebel) creciendo hacia el cielo pero nutriéndose de la tierra. Se trata en verdad de un verdadero acto – filosófico- de transfiguración de lo cotidiano desde la estricta humildad. Hablamos de casos – en buena medida paradójicos en lo que tienen de práctica del desapego desde la inmersión en lo cotidiano- donde actividades como la botánica, el cultivo o la dedicación a la jardinería parecen aliarse con los orígenes propiamente míticos de la escritura. Con ese “abrir brecha, silente, a solas y en la nieve” que mencionaba la poesía de Celan; como si en él resonase la llamada de Thoreau, cuando definía la actividad del escritor como un “abrir surcos” para hacer pública o denunciar la vida misma. Es el caso de Lawrence (también interesado en los asuntos de hidráulica en Clouds Hill) o el más conocido de Derek Jarman – incluso de Wittgenstein, cuando se aplica al cuidado del jardín de un convento austriaco-o, en fin, en la dedicación a la propia construcción o remodelación de la morada, que casi todos comparten (43). Acto arcano de instalación en el medio que, en el caso de August Strindberg, debe leerse conjuntamente con la devoción alquímica, la pasión por la fotografía de los cielos – otra grafía estelar- y la práctica de la pintura al natural – una afición que, al parecer, lo condujo hasta Kymmendö. De nuevo, Thoreau nos ofrece una interpretación soberbia de lo que este giro hacia lo más íntimo de la cotidianeidad manual esconde. En el fondo, un problema verdaderamente hermenéutico que supone, al tiempo, una estética de la existencia. Donde se ven cuestionados y transformados fundamentos básicos de nuestra familiaridad con el mundo, tales como la propia percepción, las expectativas que construimos, la espera o la atención: “Los hechos más sorprendentes y significativos – escribe el solitario de Walden Pond- no pueden jamás comunicarse a los demás. El verdadero fruto de mi vida cotidiana es de algún modo tan intangible e indescriptible como los colores de la mañana y del atardecer. Lo que se capta tiene algo de fulgor estelar, de fragmento de arco iris que he podido aferrar al paso”.
          Otra vez estamos, sin duda, ante un problema de perspectivas. Una toma de distancias frente la realidad que nos permita captar la irrupción inesperada del mundo; registrar la inmersión en la profundidad de lo real indómito. Sería como alcanzar la proximidad aurática de lo lejano. El encanto de lo que adviene desde el horizonte de la comarca heideggeriana en el imperar de su esencia. Un horizonte que no solo delimita lo abierto que nos rodea, sino que configura, asimismo, la extensión, el espacio, la perspectiva, esto es: el horizonte mismo del representar. La morada del retraído como espacio de tentativas o de trazas para alcanzar, en suma, algo expresable. Pues, como el horizonte, la palabra “nunca representa algo, sino que apunta (be-deutet) a algo, esto es, al mostrar algo lo hace demorar en la amplitud de lo que tiene de decible” (44). Ella es lo que viene, siguiendo palabras de Heidegger, “a la contra (Gegnende)”- la contrada-: eso sería lo que viene a nuestro encuentro (entgegenkommt) para regresar a aquello – la comarca misma- donde descansa (45). Todo ello requiere su elemento, su instrucción, su disposición, su acogida y su forma de percepción. En tanto que acontecimiento – que viene a ser ante todo de carácter moral, pero también físico- que nos sobrepasa y nos interpela. Volvemos aquí a Thoreau, en un pasaje crucial para entender las connotaciones ético-estéticas, a la manera de Wittgenstein, de la elección por la vida en la soledad de la cabaña: “Ser capaz de pintar un cuadro en particular o esculpir una estatua es algo, así como embellecer ciertos objetos, pero resulta mucho más glorioso esculpir y pintar la atmósfera y el medio mismo a través del cual miramos, lo que podemos hacer moralmente. Afectar a la cualidad del día: ésa es la mayor de las artes.” (46) La vigilancia y cuidado de su emanación y su duración, diríamos, en la fuerza a través de la cual las cosas aparecen, crecen o brotan, “el eterno vigor y fertilidad del mundo” que apreciara Thoreau. De eso es de lo que el Mahler postrero, en Dobbiacco, se despide, en Das Lied von der Erde (La canción de la Tierra). Elegía y adiós de una compañía en que el hombre trata de permanecer – aun críticamente-. La canción de la Tierra muestra la desesperada e imposible permanencia en lo que Heidegger denominó “el espléndido fragor de lo sencillo” (47).
          Se trata de una actividad que, al tiempo – y en la paradoja reposa todo el interés de la acción- , en la propia reducción fenomenológica que la cabaña produce, permite al sujeto, apartado, separado de todo, vivir en el mundo como en una totalidad limitada. Convertido el habitante de la cabaña en una especie de sujeto metafísico wittgensteiniano, él es ahora el límite del mundo y no un engranaje de él. Pues, por decir así, ya no forma parte de ese universo, ya no se encuentra en él. Sujeto empírico transformado por esta vía en sujeto puro o trascendental. Y entonces, en esa situación, en tanto que sujeto puro, se abisma y pierde en el objeto. Desde el completo desinterés que el habitante de la cabaña sostiene frente al mundo, o ante el mundo, podríamos decir que él trabaja en la perspectiva de la eternidad. He ahí la divina voluptuosidad que siente el epicúreo al sentirse en armonía con la naturaleza como un todo. Experiencia que, en cierto modo, buena parte de los habitantes de la cabaña va a repetir, y que va a sostener todo el relato de Thoreau, tal como por ejemplo escribe al comienzo del capítulo titulado ‘Soledad’: “Una noche deliciosa en la que el cuerpo en su totalidad se transforma en una especie de nuevo sentido, percibiendo las sensaciones por todos sus poros. Circulo con extraña libertad entre la naturaleza, convertido en parte de ella. Mientras paseo a lo largo de la orilla pedregosa del lago, en magnas de camisa a pesar del frescor, el cielo nuboso y el viento (…), todos los elementos me resultan sorprendentemente cercanos. La simpatía con las agitadas hojas de los alisos y de los álamos casi me hace perder la respiración; no obstante, al igual que le sucede al lago, mi serenidad se eriza sin turbarse”.
          Epifanía de una inmensidad natural que está también en el contemplador. Como adherida a una expansión de ser que tan solo la soledad total de la cabaña facilita. “En cuanto estamos inmóviles – ha escrito Bachelard-, estamos en otra parte; soñamos en un mundo inmenso. La inmensidad es el movimiento del hombre inmóvil. La inmensidad es uno de los caracteres dinámicos del ensueño tranquilo”(48). Tal comunicación de felicidad central e inmediata con la naturaleza, en cuyo goce el sujeto llega a identificarse con la plenitud de un dios colmado tan solo de sí mismo, se encuentra ya en otro texto programático, Las ensoñaciones de un paseante solitario de Rousseau. En el quinto y central paseo, apunta: “¿De qué se goza en semejante situación? De nada externo a uno, de nada sino de uno mismo y de su propia existencia; en tanto tal estado dura, uno se basta a sí mismo como Dios” (49). Porque, en cierto modo, esta modalidad de visión – como decimos- es ahora puramente exterior. El contemplador, apartado, ve la amplitud de todo, de ese todo que es nada más que un todo, desde fuera o desde arriba; tal vez incluso desde la perspectiva de un eterno presente. “Difícilmente – escribe Jean Jacques- hay un instante en nuestros más vivos goces en el que el corazón pueda verdaderamente decirnos: ‘Quisiera que este instante durara siempre’” (50). Claro, en la medida en que entendamos, con Schopenhauer y Wittgenstein, esa eternidad no como una duración temporal infinita, sino como intemporalidad: vive eternamente quien vive en el presente. He ahí el secreto del gozo y de la serenidad epicúrea, por ejemplo, o también el origen del desapego búdico. Cuando el pasado y el futuro de la soledad mental se comparan a los alrededores de la soledad física (51). Liberarse de esos dos tormentos (el pasado y el futuro) constituiría el primer movimiento para procurarse la tranquilidad perfecta que se manifiesta en la verdadera soledad. Tan solo alcanzable al eliminar un tercer escollo: el profundo apego a los objetos personales, materiales o simplemente mentales, también denunciado ya por le philosophe. En el mismo sentido se expresaba Goethe, a Eckermann: “Mantente firme en el presente. Toda circunstancia, todo instante, es de valor infinito, ya que es el representante de toda una eternidad” (52). La imagen poética y el movimiento mismo del pensar crecen en la propia ruptura de las relaciones entre el pasado y el presente, en esa absorción por el instante.
          Bajo esta perspectiva, entonces, la existencia en la cabaña, proyecto de individualización máxima, constitución radical de un yo, se erige, asimismo, como un proceso desprendimiento de sí, de intensa desindividualización y transformación radical del paisaje interior. La conversio corresponde de esta manera, por un lado, con lo que los griegos denominaron epistrophe: cambio de orientación. Lo que implica al tiempo la idea de un retorno, retorno al origen, retorno a uno mismo. Y por otro, con lo que se llama metanoia: cambio de pensamiento, mutación o renovación; donde también aparecería la idea misma de aniquilación y arrepentimiento. Tan solo asumiendo esta polaridad, esta oposición interna – que ha construido a Occidente mismo- se alcanzaría la concentración absoluta en el presente. En la medida en que la conversión implica separación y ruptura con respecto a lo más común y cotidiano, a lo natural y familiar. Para tratar de retornar a lo supuestamente originario. Allí donde reposarían, en el paraíso secreto de la más recóndita intimidad o interioridad, la autenticidad y la esencia. Esas cosas, siempre anunciadas y por venir, improbables y heideggerianas, que “descansan en el retorno a la Morada de la amplitud de su pertenecer-se (Sichgehörens)” (53). En todo caso, este anhelo presupone un absoluto recomenzar, un nuevo punto de partida que debe transformar el pasado y el futuro, para permitir el cumplimiento feliz y necesario del instante presente. El puro goce de existir en el plano más simple. Esta actitud, que para Goethe guarda algo de sagrado, habría de constituir, para el apartado en su refugio, una suerte de deber cotidiano. Una dinámica, por decir así, eminentemente terrestre. Como un deber para con la sencilla respiración de la tierra. Sólo puede haber descanso en el retorno – seguimos a Heidegger- precisamente cuando este descansar sea al tiempo el hogar y el imperar de todo movimiento. Por eso mismo, puede también Thoreau avisarnos de que, a su juicio, la causa del sufrimiento de los hombres viene dada por su ignorancia sobre lo que resulta necesario y suficiente para vivir; esto es: sencillamente lo que se requiere para mantener el calor vital.
          Por otro lado, la cabaña ofrece también dos experiencias que, en principio, parecerían antitéticas: la sensación de extrañamiento ante la existencia del mundo – incluso de extrañeza, o asombro, al modo de Wittgenstein-; y el sentimiento de seguridad absoluta que le proporciona ese espacio de familiaridad total. Ambas experiencias están profundamente ligadas desde el momento en que las observemos bajo el prisma del desinterés y la indiferencia ante los asuntos y las convenciones seculares. Así, Thoreau puede presumir de ser un verdadero filósofo, dado que no se alimenta, ni se abriga, ni se viste ni calienta como sus contemporáneos. En cierto modo, la vida en la cabaña sería equiparable a ese estado que, en el Tractatus, Wittgenstein desea producir, una vez superadas las proposiciones del propio ensayo: el discurso del libro habría de superarse al modo de una escalera inútil, anulándose a sí mismo después de haber alcanzado su función terapéutica – o purgativa (54) -. La existencia de conocimiento entonces alcanzada sería equiparable a una sabiduría silenciosa en la cual el problema de la vida sería resuelto por su propia desaparición. He ahí la “justa visión del mundo” (Tractatus, 6.54) como ideal propio de cada individuo. Un ideal acaso inalcanzable que requiere el constante y crítico ejercicio de vigilancia y transfiguración sobre uno mismo. Casi una tortura, una pasión diaria: “No sé en absoluto lo que debo hacer en el futuro. ¿Debo volver aquí, a Skjolden? ¿Y qué haré aquí si no consigo trabajar? ¿Debo vivir aquí aun sin el trabajo? Pero sin un trabajo regular, - eso me resulta imposible. ¿O he de intentar trabajar a pesar de todo? ¡Sí eso, entonces tengo que hacerlo también ahora!
          Estoy convencido de que todo lo considero erróneamente cuando especulo así.
          ¿Ha servido para lo que debía mi estancia en Noruega? Pues no puede estar bien que degenere en una especie de vida de ermitaño mitad cómoda, mitad incómoda. ¡Tiene que producir frutos!” (55)
          Desde luego, los nervios de Wittgenstein son incapaces de asumir la dejación serena (Gelassenheit) de todas las ilusiones, de toda expectativa que Heidegger solicitaba del pensar. Ese estar dejado a la contrada, a la amplitud que demora, y a la que – al parecer- propiamente pertenecemos. No esperar ningún fruto o consuelo habría de ser la única manera de no abismarse uno en el desconsuelo. Pero, entonces, ¿qué debemos hacer?
          La conclusión parece clara, pero no sencilla: “No debemos hacer nada sino esperar” (56). Tal vez para eso se construyan las cabañas.


  1. F. Nietzsche, Correspondencia. Volumen IV, enero 1880-diciembre 1884, Ed. Trotta, Madrid, 2010, trad. Marco Parmeggiani, p. 366.
  2. Cfr. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Tratado Tercero: ¿Qué significan los ideales ascéticos?, Alianza Editorial, Madrid, 1972, 200120, trad. de Andrés Sánchez Pascual, p. 139.
  3. Nótese la ironía: serán precisamente aquéllos que se han perdido el mundo, o para el mundo, los que se dispongan a decir lo que el mundo sea, o lo que debe ser, en definitiva.
  4. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, ed. cit., p. 140. (Las cursivas pertenecen al original).
  5. Cfr. “T. E. Lawrence at Clouds Hill. Compiled from Lawrence’s correspondence by Jeremy Wilson”, in http://www.telawrencestudies.org/telawrencestudies/service_years/clouds_hill.htm (Consultado el 10 de abril de 2011. La traducción es nuestra).
  6. Ludwig Wittgenstein, Aforismos. Cultura y valor, Espasa-Calpe, Madrid, trad. de Elsa Cecilia Frost, p. 44.
  7. Peter Sloterdijk, Extrañamiento del mundo, Pre-textos, Valencia, 1998, trad. de E. Gil Bera, p. 224.
  8. Massimo Cacciari, Soledad acogedora. De Leopardi a Celan, Abada, Madrid, 2004, trad. de Carolinia del Olmo y César Rendueles, pp. 23-24.
  9. Cfr. H. D. Thoreau, Walden, Cátedra, Madrid, 2005, ed. y trad. De Javier Alcoriza y Antonio Lastra, p. 180.
  10. Ibid., p. 136.
  11. Gaston Bachelard, La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, México, 1965, trad. de Ernestina de Champourcin, p. 63.
  12. Cfr. Rush Rhees (ed.), Ludwig Wittgenstein: Personal Recollections, Basil Blackwell, Oxford, 1981, pp. 121-122.
  13. Se sabe que el vienés conocía y admiraba los diarios del ensayista norteamericano. Cfr. Paul Widjefeld, Ludwig Wittgenstein: Architect, Thames & Hudson, Londres, 1994.
  14. Henry David Thoreau, op. cit, .p. 138.
  15. En palabras de Heidegger: “Fuera, puede uno volverse una ‘celebridad’ en un abrir y cerrar de ojos mediante los periódicos y las revistas. Este es siempre el mejor camino para que el querer más propio caiga en una mala interpretación y vaya a parar rápida y completamente en el olvido” (cfr. “Paisaje creador: ¿por qué permanecemos en provincia”, en esta misma publicación).
  16. Massimo Cacciari, op. cit., p. 11.
  17. Cfr. Gaston Bachelard, op. cit. , p. 61.
  18. No hay más que ver el Trípitico de San Antonio, en el Museo Nacional de Arte Antiga de Lisboa, con el santo buscando protección en su cubil, y orando impotente – ante un Cristo por lo demás igual de indefenso y anémico- en medio del aquelarre que su propia imaginación ha despertado.
  19. F Nietzsche, La genealogía de la moral, ed. cit., p. 170.
  20. Cfr. Gaston Bachelard, El agua y los sueños, Fondo de Cultura Económica, México, 1978, trad. de Ida Vitale, p. 59 y ss. Y también las hermosas consideraciones que detalla Thoreau, a la vista de la laguna Walden (Walden, ed. cit,, pp. 225-226).
  21. Knut Hamsun, Pan, Aguilar, Madrid, 1972, trad. de Alfonso Hernández Catá, p.60.
  22. Ibid., p. 65.
  23. F Nietzsche, La genealogía de la moral, ed. cit., p. 149.L.
  24. Wittgenstein, Movimientos del pensar. Diarios, en Diarios. Conferencias, Vol. II, Biblioteca de Grandes Autores, Gredos, Madrid, 2009, trad. de Isidoro Reguera, p. 266. (Los subrayados pertenecen al original.)
  25. Cfr. sobre esto Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Ed. Siruela, Madrid, trad. de Javier Palacio, 2006; y también, del mismo autor, Goethe y la tradición de los ejercicios espirituales, Ed. Siruela, Madrid, trad. de María Cucurella Miquel, 2010. Como apunta Hadot: los ejercicios espirituales forman parte de nuestra experiencia; deben ser ‘experimentados’. En este sentido no son solo productos del pensamiento, sino, por decir así, de la totalidad psíquica del individuo, que englobaría tanto el pensar propiamente como la imaginación, la sensibilidad y la voluntad. El objetivo: ejercer uno mismo sobre sí un poder que nada limita ni amenaza.
  26. Walden, ed. cit., p. 138. Y también: “Hoy en día hay profesores de filosofía, pero no filósofos. Sin embargo, es admirable profesarla porque una vez fue admirable vivirla. Ser un filósofo no es sólo tener pensamientos sutiles, ni siquiera fundar una escuela, sino amar la sabiduría y vivir de acuerdo con sus dictados una vida de sencillez, independencia, magnanimidad y confianza. Es resolver ciertos problemas de la vida, no sólo en la teoría, sino en la práctica.” (H. D. Thoreau, op. cit., p. 71).
  27. Nos referimos, naturalmente, al último Foucault: Historia de la sexualidad. Vol. 3: la inquietud de sí, Siglo XXI, Madrid, 1987. Cfr., también, Michel Foucault, Hermenéutica del sujeto, Ediciones de la Piqueta, Madrid, 1994, trad. de Fernando Álvarez-Uría.
  28. Michel Foucault, Hermenéutica del sujeto, ed. cit., p. 101.
  29. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, ed. cit., p. 156.
  30. Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía antigua, ed. cit., p. 25.
  31. Knut Hamrun, Pan, ed. cit., p. 149.
  32. Cfr., sobre esto, José Luis Pardo, Formas de la exterioridad, Pre-textos, Valencia, 1992.
  33. Movimientos del pensar , ed. cit., p. 296.
  34. Richard P. Graves, Lawrence de Arabia, Ediciones Folio, Madrid, 2003, trad. de Jesús A. Marinas, p. 151.
  35. J. L. Borges, “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw”, en Otras Inquisiciones, Obras Completas, Vol. II, Círculo de Lectores, Barcelona, 1992, p. 343.
  36. Sigo aquí a R. Safranski, Heidegger y el comenzar, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2.006, trad. de Joaquín Chamorro, pp. 17-18.
  37. Celan: "Resto cantable- el perfil / de aquel que a través / de la escritura de hoz abrió brecha, silente, / a solas, en el sitio de la nieve." ("Resto cantable", en Obras Completas, Ed. Trotta, Madrid, 1999, trad. de J.L. Reina Palazón, p. 215).
  38. Gaston Bachelard, La poética del espacio, ed. cit., p. 72.
  39. V. Woolf, Diarios. 1925-1930, Siruela, Madrid, trad. de Maribel de Juan, 1993, p. 174.
  40. Cfr. Walden, ed. cit. p. 177.
  41. Gaston Bachelard, La poética del espacio, ed.. cit., p.63.
  42. M. Heidegger, “Paisaje creador: ¿por qué permanecemos en la provincia?”
  43. Foucault: “La dietética, la economía y la erótica aparecen como los espacios de aplicación de la práctica de uno mismo. El cuerpo, el entorno y la casa (dietética, economía y erótica) son los tres grandes ámbitos en los que se actualiza en esta época la práctica de uno mismo, y entre los que existe un continuo trasvase.” (Cfr. Hermenéutica del sujeto, ed. cit., p. 50)
  44. M. Heidegger, Serenidad, Ed. del Serbal, Barcelona, 1989, trad. de Yves Zimmermann, p. 51. De nuevo, abundamos, con Heidegger, en la idea de nuestro carácter fronterizo: “Ni estamos ni estaremos nunca al exterior de la contrada en la medida en que, como seres pensantes, y esto significa, a la vez, seres que representamos trascendentalmente, nos mantenemos en el horizonte de la trascendencia. Mas, el horizonte es para nuestro re-presentar (vor-stellen) el lado de la contrada vuelto hacia nosotros. La contrada nos rodea y se nos muestra como horizonte.” (Ibid., pp. 56-57).
  45. Parafraseamos fragmentos del “Debate en torno al lugar de la serenidad”, en M. Heidegger, Serenidad, ed. cit., p. 45.
  46. Op. cit, p. 138.
  47. Martin Heidegger, Desde la experiencia del pensar, Abada, Madrid, 2005, trad. de Félix Duque, p. 21.
  48. Gaston Bachelard, La poética del espacio, ed. cit.., p. 221.
  49. Jean Jacques Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario, Cátedra, Madrid, 1986, trad. de Carlos Ortega Bayón, pp. 100-101.
  50. Ibid., p. 99.
  51. Cfr. Mohan Wijayaratna, El monje budista. Según los textos del theravada, Pre-textos, Valencia, trad. de Antonio Rodríguez, 2010.
  52. Cit. por Pierre Hadot, en Goethe y la tradición de los ejercicios espirituales, ed. cit., p. 48.
  53. M. Heidegger, Serenidad, ed. cit., p. 48.
  54. En este sentido, ya notó Foucault la correlación estrecha, desde la cultura griega, entre la inquietud de sí y la práctica de la medicina. Ese paralelo entre medicina y moral articulará la típica reacción de Wittgenstein, o de Lawrence, reconociéndose como enfermos en tanto que individuos imperfectos necesitados de corrección y cuidados (Cfr. Historia de la sexualidad. Vol. 3, ed. cit, p. 53.)
Alberto Ruiz de Samaniego
Comisario de la exposición "Cabañas para pensar" de la Fundación Seoane de A Coruña

2 comentarios:

  1. Hola, un texto estupendo.
    ¿Cuáles son las fuentes de las citas 55 y 56?
    En la bibliografía no están.

    Gracias

    ResponderEliminar
  2. Creo que la fuente de la cita 55 podría ser de: Wittgenstein, Movimientos del pensar. Diarios, en Diarios. Conferencias, Vol. II, Biblioteca de Grandes Autores, Gredos, Madrid, 2009, trad. de Isidoro Reguera.
    La cita 56 no existe.
    De todas maneras el autor del texto es de Alberto Ruiz de Sananiego y a él se le debería preguntar.

    Gracias por tu interés

    ResponderEliminar