viernes, 24 de diciembre de 2010

LA CABAÑA


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Mi mejor obsesión es la mejor descripción de mí mismo. No hay nada que merezca mi atención ahí afuera. No debo permanecer aquí por más tiempo. ¿Pero cómo se construye uno a sí mismo, cómo construye su cabaña, lejos del mundo, a una distancia infinita de las construcciones que le rodean? Mis mejores amigos odian, con razón, la ciudad en la que vivo. La ciudad en la que vivo da forma, a su vez, a mis mejores amigos. Cuando cierro los ojos, en el límite real de la locura, imagino, entre fantasmas, el mítico lugar de mi retiro. Al final de la escapada, pienso, aún puedo encontrarme a mí mismo. Esa es mi única conformidad moral con el mundo y con la vida; ese es mi sueño. Esta es la única posibilidad verdadera de continuar con vida.

Y no estoy exagerando. La arquitectura es la metáfora del seno materno que obliga a la única actividad posible, el pensamiento, en el interior apacible de un organismo, el hogar o la vivienda, que ahora carece de sentido. La poesía descansa en el lenguaje filosófico como un animal acosado, cansado, herido, que ha conseguido escapar al depredador que acechaba en la espesura del bosque, que todavía siente en el corazón los latidos entrecortados del miedo, que aún se reconoce entre las sombras, como otra sombra, y que aún parpadea, nervioso, inocente, como sólo lo hacen las víctimas.

“Sabes lo que has de hacer para vivir feliz –escribió Wittgenstein antes de habitar en su cabaña-, ¿por qué no lo haces? Porque eres irrazonable. Una vida mala es una vida irrazonable. Lo que importa es no enfadarse”. Cuando por fin Wittgenstein construye su cabaña lo hace a la mayor distancia posible de cualquier sitio. La cabaña, en Skjolden, Noruega, es un fiordo ético que se protege de lo extraño en la actividad incesante de un pensamiento en marcha. Como lugar del pensamiento, la casa –afirma la arquitecta japonesa Kazuyo Sejima-, es un refugio para la mente. Pero, también, aquello que decide Wittgenstein en el alejamiento y la soledad del refugio es la distancia perfecta que le permite pensar por encima de todas las cosas. “La genialidad y la soledad requerida –escribió Weininger- son un deber moral”. Lo demás, la acumulación de los gestos y los rostros que no deberán acompañarnos en nuestro viaje hasta el pensamiento. La salud mental resistirá a salvo (aunque algunos opinen lo contrario). Y los hombres lejos, muy lejos, en la maldición interior de otro organismo. No hay artificio posible en la cabaña que piensa. Sólo aversión decidida, insolente, independiente, obstinada, y una figura magnífica que se refleja impasible en la lucha potencial con el lenguaje. Al parecer, también Nietzsche llegó a plantearse construir una cabaña en Sils-María, en las laderas del Engandina, donde veraneaba. ¿De qué material incendiario hubiera levantado la construcción elemental de esa potencia? Gastón Bachelard entendió a la perfección las virtudes esenciales de esta metáfora: “La cabaña no puede recibir ninguna riqueza del mundo. Tiene una felicidad intensa de pobreza. La cabaña es una gloria de pobreza. De despojo en despojo, nos da acceso a lo absoluto del refugio”.

Huyendo de la callada “desesperación de los mortales”, dispuesto a afrontar los “hechos esenciales de la vida”, Henry David Thoreau construyó, en Walden Pond, no lejos de Concord, Massachusetts, el santuario del trascendentalismo americano. La experiencia de Thoreau, su escritura, se desplegó en contacto y en unión permanente con los objetos cotidianos que le rodeaban y en enlace constante con la magia desbordante de la naturaleza en la forjó su espíritu. De un objeto ordinario a una poesía; de una joya, natural, hasta otra joya. Lejos quedaban también los hombres y lejos quedaba el origen. Los murciélagos amigos, como todas las noches, estaban activos. Y había que pensar en lo importante. Y lo importante, en la cabaña, era el lenguaje del hombre solitario, del hombre sumido en su pensamiento, del hombre que se sabe con él y a solas: “Dame la vida oscura, la cabaña del pobre y humilde, los trabajos mundanos, los campos estériles, el más pequeño residuo de todas las cosas debido a la percepción poética. Dame tan sólo los ojos para ver las cosas que tú posees”.

Mi mejor obsesión es la mejor descripción de mí mismo. No hay nada que merezca mi atención ahí afuera. No debo permanecer aquí por más tiempo. Debo marchar y construir mi cabaña.

Adam Sharr, arquitecto y profesor titular en la Welsh School of Architecture de la Universidad de Cardiff, acaba de publicar La cabaña de Heidegger, un espacio para pensar. Desde el verano de 1922, se cuenta en el libro, el filósofo Martin Heidegger comenzó a habitar una pequeña cabaña en las montañas de la Selva Negra, al sur de Alemania. A lo largo de los años, Heidegger trabajó desde esa cabaña en muchos de sus más famosos escritos, desde sus primeras conferencias hasta sus últimos y enigmáticos textos. Como en los casos anteriores, sólo el pensar era posible desde el humilde refugio. Y sólo en él era posible aprehender el enigma del ser y del tiempo, observar con atención los objetos, acariciar los intersticios del espacio, abrazar la soledad y el destierro. La soledad, porque sólo en soledad puede uno desentrañar un alma. Y el destierro, porque la tierra, el mundo, en la cabaña, alrededor de la cabaña, ya no es la tierra. Escribió Heidegger en De la experiencia del pensar: “Cuando la veleta ante la ventana de la cabaña canta con la tempestad que se alza… Si el temple del pensar brota de la exigencia del ser, crece el lenguaje del destino. Apenas tenemos una cosa ante los ojos, y en el corazón la escucho vuelta hacia la palabra, se cumple felizmente el pensar”. “Cuando el viento, saltando brusco, gruñe entre la armazón de la cabaña, ya el día se pone esquivo… Tres peligros rondan al pensar. El peligro bueno, es decir, salvador, es la vecindad del poeta cantor. El peligro perverso, es decir, más agudo, es el propio pensar. El peligro malo, es decir, equívoco, es el filosofar”. Y aún más: “Cuando en las noches de invierno tempestades de nieve sacuden la cabaña, y una mañana el paisaje ha enmudecido en lo blanco… El decirse del pensar reposaría. Sólo en su esencia si se hiciera impotente para decir lo que debe quedar callado. Tal impotencia pondría al pensamiento ante la cosa. Nunca, en ninguna lengua, lo pronunciado es lo dicho. Que a cada vez y de repente haya un pensamiento, ¿qué asombro querría sondearlo?”.

Asombra todavía que, desde la cabaña, el hombre se haga preguntas. Cada emoción callada surge de la impresión sensible o de la visión hermética de un universo único. Cada razón luminosa es la prueba evidente de un corazón alerta. “En la cabaña /escrita en el libro /¿qué nombres anotó antes del mío? /En este libro /la línea de una esperanza, hoy, /en una palabra que adviene /de alguien que piensa /en el corazón”, escribió Paul Celan en su poema Todtnauberg. A Todtnauberg, la cabaña (Hütte) de Heidegger, se llega por un camino circular, laberíntico, que no conduce directamente a la cabaña. Hay que tomar un desvío solitario para acercarse al corazón de la palabra. Hay que dar un rodeo misterioso para resolver el enigma.

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